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Capítulo 3

Author: Luna Serena
—¿No fue usted? —preguntó Ana.

En cuanto lo dijo, Benito ya estaba marcando un número. Su voz, fría pero firme, no dejó dudas.

—Celia, mañana pasas por finanzas y liquidas tu cuenta. Desde ahora, no vuelvas al Grupo Cruz.

Enseguida entró a mi habitación con el botiquín en la mano.

Con el gesto serio, se sentó a mi lado.

Sin decir nada, me sujetó el tobillo y acomodó mi pierna sobre la suya.

—Va a doler un poco, aguanta.

Sus ojos se quedaron clavados en la sangre seca de mis rodillas.

Me miró un par de veces y luego agarró un hisopo con yodo para limpiarme la herida con cuidado.

Si no hubiera visto esas fotos que destrozaron la poca esperanza que me quedaba, su gesto atento me habría recordado al Benito de antes, el que de verdad me amaba.

Pero anoche estuvo con esa mujer, toda la noche.

O quizá, en realidad, todas esas noches en que juraba estar de viaje, estaba con ella.

Sentí un nudo en la garganta, de puro asco. Retiré la pierna de golpe y me aparté. Tomé yo misma el algodón y empecé a curarme.

El dolor punzante de la herida me lo recordó de golpe: entre Benito y yo ya no había vuelta atrás.

Sin mirarlo a los ojos, mientras me ponía la gasa, solté:

—Benito, quiero divorciarme.

Me pasé la noche entera dándole vueltas, una decisión que dolía como arrancarse el alma. Y aun así, él no se inmutó.

Su cara distante, tan perfecto como cruel, se mantuvo impasible.

—¿Divorcio? ¿Y de verdad crees que eres capaz?

Desde que la familia Lara me adoptó a los cinco años, mi vida giró en torno a él. Siempre fui su sombra, entregándole todo mi corazón.

Me miró con desdén:

—Si lo dices por enojo, una o dos veces se perdona. Pero cuidado... ¿y si la próxima vez decido tomártelo en serio?

Me aguanté la tristeza y le solté con ironía:

—Ya tienes una hija con otra mujer. ¿Con qué cara pretendes que siga a tu lado?

Una sombra rara le pasó por la cara. No lo negó ni lo confirmó.

El silencio se volvió insoportable.

Por fin, molesto, me lanzó la pregunta:

—¿Te incomoda tanto la existencia de Elsa?

Así que la niña se llamaba Elsa.

Con un hilo de voz le contesté:

—Si solo fuera alguien que te dijera papá para hacerte sentir querido, podría soportarlo.

De pronto se inclinó sobre mí, apoyando las manos a ambos lados, encerrándome por completo.

Intenté empujarlo, pero estaba demasiado débil.

Se acercó más, y su voz grave, con un dejo de tentación, me rozó el oído:

—Aunque te confieso que prefiero cuando eres tú la que me llama papá.

El rubor me subió de golpe.

Antes, cuando todavía no estaba obsesionado con la devoción, nuestras noches eran intensas.

Más de una vez, en la cama, me obligó a decirle así una y otra vez.

Recordarlo ahora me mata de la vergüenza.

Benito, al ver mi rostro enrojecido, sonrió con malicia, satisfecho:

—¿Ya lo recordaste?

Yo sentía las mejillas en llamas.

Y, sin embargo, al mirarlo bien, esa cara tan familiar y tan lejana a la vez me dio una calma inesperada.

Hablé despacio, con firmeza:

—Benito, lo nuestro ya no tiene remedio. No importa lo que haya pasado antes. De ahora en adelante, entre nosotros no habrá nada más.

Una expresión extraña, difícil de leer, cruzó su mirada.

Pero enseguida se enderezó y me volvió a mirar desde arriba, con esa arrogancia de siempre:

—Con que sigas siendo mi esposa me alcanza. Eso de hacerte la difícil conmigo no funciona.

Ya no podía más. Estaba lista para sacarle las fotos que había comprado por un millón de dólares, las pruebas de su traición, para que entendiera de una vez por todas mi decisión.

—Benito, firma el acuerdo de divorcio. Terminemos en paz. Si no, yo...

No alcancé a terminar la frase cuando sonó su celular.

Contestó con un tono neutro:

—Sí, estoy en casa. Está bien.

Al colgar, me dijo:

—Tus padres vienen de camino.

Sentí que las palabras se me atragantaban.

Se refería a mis padres adoptivos, que siempre me habían tratado como a una hija propia.

Podía esperar a que se marcharan para volver a hablar del divorcio. No quería que presenciaran un escándalo.

Como me quedé callada, Benito se fue al oratorio y me dejó sola.

Yo, en cambio, me fui a la cocina a ayudar a Ana con la cena.

***

Al mediodía llegaron mis padres, Isabela y Felipe.

—¡Papá, mamá, qué sorpresa! Justo la comida está lista, siéntense, por favor.

Puse mi mejor sonrisa, fingiendo que todo estaba bien.

Al notar que cojeaba, Isabela me preguntó con preocupación:

—¿Qué te pasó en la pierna?

Temí que sospecharan la verdad, así que respondí con ligereza:

—Nada, un tropezón.

Felipe me miró con cariño y bromeó:

—Hija, siempre tan distraída. Ya estás grande y todavía te caes. ¿Fuiste al médico?

—Sí, me dijeron que no es nada.

Apuré la respuesta e intenté cambiar de tema.

Isabela miró alrededor.

—¿Y Benito?

El nombre me tensó el gesto.

—Está en el oratorio, voy a llamarlo.

Felipe me detuvo enseguida, con tono prudente:

—No hace falta, lo esperamos.

En su voz noté una sumisión que me apretó el corazón.

La familia Lara y los Cruz habían sido aliados durante años, pero mi hermano nunca tuvo madera para los negocios. Y con los Lara en picada, prácticamente borrados del círculo social de Marla, la diferencia era abismal.

Mientras tanto, el Grupo Cruz, bajo el mando de Benito, crecía como nunca: devorando empresas y extendiendo su imperio.

Sin ese respaldo, mi familia ya estaría en ruinas.

Por eso, mis padres, que antes eran tan firmes, ahora se mostraban humildes frente a él.

Ese día, tal vez porque yo lo había disgustado, pasaron casi dos horas desde que ellos llegaron y, aunque Ana ya había ido a avisarle, Benito no salió del oratorio.

Parecía hacerlo a propósito, dejándolos plantados.

Isabela, incómoda, me preguntó en voz baja:

—Valeria, ayer vi una noticia... Decían que Yulia tenía un patrocinador. No se veía la cara, pero la espalda me recordó a Benito. Dime que no era él.

Sentí un vuelco en el pecho. Los ojos me ardieron, a punto de soltar lágrimas.

En ese momento Ana entró apresurada:

—¡El señor ya viene!
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