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Capítulo 62

Penulis: Luna Serena
—¡Imposible! —saltó Carmen de inmediato—. La familia Cruz jamás tendría que empeñar joyas por dinero.

Gabriel se llevó la mano al pecho con fingida sorpresa y, con sorna, le soltó:

—¿Imposible? Pues mira, yo escuché que hace poco el Grupo Cruz dejó a sus obreros sin sueldo y hasta hubo uno que se quitó la vida. Las acciones también se desplomaron un buen rato, ¿o no? Carmen, quedarse sin plata no es ninguna vergüenza. Si de verdad necesitaban, me hubieran pedido a mí, que yo sí tengo. ¿Para qué llegar al extremo de empeñar la joya?

Ni en sueños pensó que alguien se animara a soltarle en la cara que no tenía dinero.

Y ahora no era solo Gabriel quien la dejaba en ridículo: lo peor era que esa joya, la misma que había codiciado con obsesión, colgaba del cuello de su eterna rival, Fiona.

La vendedora se quedó inmóvil, mirando el show.

Gabriel, al verla tan embobada, le soltó con ironía:

—¿Y tú qué, guapa? ¿Ya te aburriste de ver el show? Pues entonces anda, tráeme el juego de joyas que enc
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    Gabriel resopló con ironía:—¿Ves? Te lo dije, eres una malagradecida. Si no fuera por él y por mí, ya estarías fregada. ¿Tan difícil es darle las gracias en persona?—El problema es que ni siquiera sé cómo verlo. Y, seamos francos, ir a buscarlo solo para agradecerle sería... raro.Mientras trataba de explicarme, él me guiñó un ojo y dijo:—Pues ya tienes la oportunidad. Esta noche doña Teresa organiza una cena benéfica, van todos los peces gordos de Marla. Y como Arturo es su nieto, fijo que estará allí. Piénsalo, Valeria: te salvó la vida. Dale el peso que merece.Suspiré, con cansancio.—No tengo invitación. Y sin ella, olvídalo, ni de broma me dejan pasar los guardias.Gabriel sacó un sobre dorado de su chaqueta y lo agitó frente a mí:—Yo sí. Y mi mamá también, pero ella no piensa ir. Usa la suya.Por más que le insistí, no cedió. Al final, no tuve más opción que aceptar acompañarlo a la cena de los Moreno.Mi único objetivo era devolver ese abrigo carísimo, recién sacado de la t

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    Me froté las sienes y solté un suspiro de fastidio:—De verdad, no debí quedarme esperándote afuera, estás insoportable.Gabriel, lejos de ofenderse, soltó una carcajada y me miró con esa cara de niño travieso:—No te hagas la dura. Si viniste a esperarme, es porque en el fondo sí te importo.No quise seguirle el juego a este hombre tan engreído, así que cambié de tema:—Dame tu dirección. Te dejo en tu casa y ya.Jamás imaginé lo que me respondería: me dio la dirección de mi propio condominio.—¡Gabriel! —me herví de coraje—. ¡Ni se te ocurra entrar a mi casa!La misma impotencia de la escuela me invadió: cuando me perseguía sin descanso y era imposible quitármelo de encima.Él se rascó la nariz y, muy serio, dijo:—¿Y qué pasa? ¿Acaso compraste todo el edificio? Si tú puedes vivir ahí, yo también.Lo miré, completamente incrédula.Y encima, remató con una sonrisa descarada:—Para que lo sepas, desde hoy, el departamento de arriba es mío. Seremos vecinos: tú abajo, yo arriba.—¿Qué? —

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    Benito no se fue. Volvió a meterse al auto y se quedó allí, quieto.La noche cayó lentamente, y con ella llegó ese frío húmedo que te cala hasta los huesos.Sin darme cuenta, salió del auto y me puso su chaqueta sobre los hombros. El olor que siempre lo rodeaba se quedó en mi piel.De forma instintiva, traté de quitármela para devolvérsela, pero me agarró de la mano.—¿Estás tan preocupada por él? —me preguntó, con un toque de molestia en su voz.Respondí, claramente molesta:—Como tú cuando corres detrás de Yulia. Sí, me preocupa, ¡y bastante!No dijo nada más. Sacó un cigarro, lo encendió y se alejó un poco. La luz azul del encendedor iluminó su cara por un momento, destacando las sombras que cambiaban con cada calada.Casi media hora después, por fin llegaron los abogados del Grupo Cruz. Benito también movió algunos hilos dentro de la comisaría, y gracias a eso, Gabriel salió bajo fianza.Él apareció con las manos en los bolsillos, como si nada le importara. Al vernos juntos, se que

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    Abrí la puerta del auto para bajarme, pero Benito me agarró de la muñeca y me jaló hacia él.—¿Por qué no quieres ir al hospital? —me miró con desconfianza—. ¿Y si te contagiaste de algo? ¿Qué vas a hacer?Solté una risa irónica:—¿Contagiarme? ¿Y qué te importa a ti? Ya no queda nada entre nosotros. ¿O tienes miedo de que te lo pase?—¡A estas alturas sigues con esa actitud! —dijo, con una expresión tan seria que daba miedo—. Te lo dije: quédate tranquila, juega tu papel de esposa. Ahora te das cuenta, ¿no? Lejos de mí, lejos de los Cruz, no eres más que carne de cañón para cualquiera.La rabia y la tristeza me ahogaron por completo. Lo miré a los ojos, fríos como el hielo:—¿Y ayer? Estabas ahí, ¿y qué? ¿Qué diferencia hay? Te pedí ayuda y, ¿me ayudaste?Benito, claramente confundido, preguntó:—¿Cuándo te pedí ayuda?Un nudo se me hizo en el pecho, y con la voz quebrada le solté:—Claro, estabas más pendiente de Yulia. Ella se llevó la mano al pecho y tú saliste corriendo a cargarla

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    Solté una risa amarga y le tiré las palabras a Mónica:—¿De verdad no lo pensaste? Desde el momento en que decidiste ser el peón de Yulia, sabías que me estabas arrastrando. Mónica, me equivoqué contigo.Así fue como terminaron llevándome los policías.La luz fría del fluorescente en la sala de interrogatorios me pegaba en la cara, dura e implacable.Aunque sabía que no había hecho nada malo, era la primera vez que me trataban como a una sospechosa.A pesar de que trataba de mantener la calma, por dentro, tenía miedo.Me asediaron con preguntas, pero les respondí con la verdad.Pero insistían en que mi versión no coincidía con la denuncia de Julio, el supuesto "victimario", y decían que seguían investigando.Sentía un nudo en el estómago.—¿Cuánto tiempo tengo que quedarme aquí? —pregunté, con la voz tensa.El policía, con tono frío, contestó:—Ya avisamos a su esposo. Si viene a pagar la fianza, podrá salir hoy mismo.—¿Benito? —El nombre salió casi en un susurro.Este hombre para mí

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    —Señor Moreno, de verdad, gracias por lo de hoy. Y también por lo que hizo aquella vez en la obra, usted y su asistente —dije con sinceridad.—No hay de qué —respondió con tono seco, y enseguida miró a Gabriel.—¿Vamos a tu casa?—¡Claro! —respondió él rápidamente.—¡No! —exclamé yo al mismo tiempo.Gabriel apretó los dientes, claramente molesto:—¿Qué quieres que te deje en tu casa a esta hora? ¿Con esa pinta? Seguro tu marido ya piensa que nos metimos en la cama.—¿Puedes dejar de decir pavadas? —lo interrumpí, molesta—. Ya no vivo con él. Renté un departamento cerca de la oficina.La expresión de Arturo cambió al instante, su mirada se oscureció. Se veía claramente confundido, tal vez no esperaba que Gabriel se fijara en una mujer casada.No tenía intención de ir a la casa de Gabriel, mucho menos de meterme en eso.Por suerte, Arturo respetó mi decisión: pidió la dirección y le ordenó al chofer que me llevara a mi edificio.Al llegar, Gabriel quiso acompañarme hasta el piso, pero lo

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