Dentro de las cortinas de la cama, sobre las sábanas, dos manos, una grande y una pequeña, se entrelazaban con los dedos, enredándose con desesperación. Claudio la besaba cada vez con más fuerza, lleno de pasión. Serafina casi no podía aguantar y luchaba por conseguir un poco de aire para respirar. Al instante siguiente, él cayó sobre ella, respirando fuerte, con el aliento caliente sobre la oreja y la mejilla de ella. Acalorada y sudando, Serafina volteó la cabeza.Claudio se apoyó un poco, le sostuvo la barbilla y, con los ojos nublados y rojos, miró fijamente sus labios rojos y húmedos. Ese rojo hacía que su cara se viera todavía más pálida. Luego levantó la mirada y se fijó en el fuego que apenas empezaba a apagarse en los ojos de ella; quería grabar ese momento para siempre. Quería recordar cómo se emocionaba por él. Quería recordar cómo, en sus ojos, solo estaba él, y también en su sangre y en su cuerpo. Para él, era más increíble que los fuegos artificiales, más brillante que la
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