Al escuchar la palabra "feliz", Gabriel sonrió con ternura.
—Te voy a comprar un brazalete de oro grueso.
Regina se quedó perpleja por un segundo, pero lo rechazó.
—No, no hace falta. Con el anillo es más que suficiente. El oro… se me hace de mal gusto, no es lo mío.
—Si las demás esposas lo tienen, tú también lo vas a tener.
Ella recordó haber oído esa misma frase en el elevador del centro comercial y se sonrojó.
—Tú también lo escuchaste.
—Sí.
Gabriel la observó, deteniéndose en su cara, tan delicada y coqueta. Su mirada se intensificó.
—De ahora en adelante, pídeme lo que quieras, ¿sí?
Ella sintió que seguro se le notaba demasiado el deseo, que él se había dado cuenta, y no pudo evitar sentirse un poco apenada.
Después de comer, la acompañó afuera para que tomara un taxi.
Mientras esperaban, su celular vibró.
Sacó el teléfono, vio la pantalla y contestó.
—Mamá.
Al escuchar que se trataba de su suegra, Regina se quedó a su lado en silencio.
Cuando colgó, Gabriel se dirigió a ella.
—D