Capítulo 8

No me giré. Ni siquiera le dediqué una mirada.

—Nuestro final.

Mi voz sonó inexpresiva.

Sus pasos se acercaron. Y entonces me vio.

En el momento en que sus ojos se posaron en mis heridas, palideció.

Corrió hacia mí, intentando tocarme la pierna, pero la mano le temblaba sin control a medio camino.

—Tu pierna… Pero… ¡Por la Diosa! ¡¿Quién?! ¡¿Quién te hizo esto?! ¡Les ordené que te protegieran!

Su voz era un sonido ronco, pura furia y agonía. Un fuego salvaje se encendió en sus ojos dorados.

Lo observé con una mirada vacía.

Qué actuación tan brillante. La imagen perfecta del compañero devastado que se entera demasiado tarde.

Seguramente pensó que podría engañarme.

Pero él no lo sabía. Yo había escuchado la orden de sus propios labios. La que me arrojó al infierno.

¿Haciéndose el compañero devoto ahora? Solo me daba asco.

—¿No sabes?

Pregunté con voz tranquila.

—¿Saber qué? —rugió, perdiendo hasta el último rastro de su compostura de Alfa—. ¿Quién te lastimó? ¡Dime! ¡Te juro que me las van a pagar!

—Fuiste tú.

Lo interrumpí.

—Tú me lastimaste.

Byron se quedó helado, su cara era una máscara de confusión e incredulidad.

—¿Yo? ¿De qué estás hablando? ¿Cómo podría…?

—Hace tres días, me entregaste a esos hombres lobo errantes.

Mi voz era un murmullo muerto, sin emoción, como si recitara hechos sobre un desconocido.

—Les dijiste que me vigilaran.

—¡Les dije que te mantuvieran a salvo! ¡Que evitaran que hicieras una tontería!

Sacudió la cabeza, con angustia, y una terrible comprensión pareció invadirlo. Su cara se endureció como la piedra, sus facciones se contrajeron con una furia nacida de la traición.

—Fue Ariana…

—Las marcas del látigo de plata.

Ignoré su excusa y señalé mi espalda.

—La pierna rota. Tres días sin comida ni agua.

Me obligué a ponerme de pie, mientras un dolor agudo me atravesaba el hueso roto.

—Y todo lo que Ariana me contó. Sobre nuestro cachorro. Sobre la maldición de mi madre. Y sobre cómo tú lo sabías. Cómo estuviste involucrado en esto desde el principio.

Cada palabra era un martillazo, golpeándolo una y otra vez.

Se quedó ahí parado, pasmado en silencio. Cualquier excusa que tuviera murió en su garganta.

Me miró con ojos suplicantes.

—Me equivoqué… estuve muy mal… Pero por favor, solo dame otra oportunidad. Mañana… después de la ceremonia, todo habrá terminado. Voy a arreglarlo todo. Sacaré a Liam. Podemos empezar de nuevo, ¿por favor?

Empezar de nuevo. Como si nada de esto hubiera pasado.

Volví a sentarme y deslicé los papeles sobre la mesa hacia él.

—Firma.

Byron arrugó la frente y tomó el documento.

Cuando leyó el título, Acuerdo de Disolución del Vínculo de Pareja, un temblor violento recorrió su cuerpo, como si le acabaran de clavar un puñal de plata en el pecho.

La sangre desapareció de su atractiva cara.

Levantó la mirada, con los ojos destrozados y suplicantes.

—No… no puedes.

Su voz era un susurro ronco y quebrado.

—Somos compañeros… un regalo de la Diosa… No puedes simplemente renunciar a nosotros.

—Tú renunciaste primero.

Dije con calma.

—Fírmalo. Es mi única condición para hacer mi papel en tu ceremonia.

—¡Es solo un papel!

Gruñó con la voz ahogada por el dolor mientras agitaba el acuerdo.

—¡No puede cambiar nuestro vínculo! ¡Nada puede!

—Entonces fírmalo y demuestra lo seguro que estás.

Dije con una voz cortante.

—Si no significa nada, ¿de qué tienes miedo?

Mis palabras hicieron pedazos su última defensa.

Miedo. Sí, tenía miedo.

Byron me miró fijamente por un largo momento. La luz de sus ojos se fue apagando hasta no dejar más que cenizas.

—Bien.

Soltó, como si la palabra se la arrancaran de la garganta.

—Si… si esto te hace sentir mejor… si es lo que quieres… lo firmaré.

Sacó una pluma del saco, pero le temblaba tanto la mano que batalló con la tapa.

Ni siquiera leyó los términos. Tenía la mirada clavada en la línea de la firma.

Firmó su nombre, y cada letra parecía tallada en su propia carne.

—¿Contenta?

Me devolvió el acuerdo con un empujón. Sus movimientos eran rígidos, su voz, hueca y sin vida.

—¿Ya puedes prepararte para la ceremonia?

En ese momento, su comunicador vibró.

Se sacudió como si despertara de una pesadilla y contestó rápidamente.

—¿Qué? ¿Ahora? Bien, ya voy para allá.

Colgó y me dedicó una última mirada profunda, con una actitud imposible de descifrar.

—La ceremonia es mañana a las ocho de la mañana. Te estaré esperando, Sandra.

Luego salió de la habitación con prisa. Su espalda cargaba con un nuevo tipo de peso: el de la derrota.

Esperé a que el sonido de sus pasos desapareciera antes de moverme.

Primero, hice tres copias del acuerdo. Dejé una sobre la mesa y guardé dos en mi maleta.

Luego, empecé a empacar. No mucho. Un par de cambios de ropa y algunos documentos importantes.

Y el collar de plata que me dio mi madre, el único recuerdo que no era capaz de tirar.

Veinte minutos después, un auto negro se detuvo en la puerta trasera de la casa.

Los refuerzos de mi padre. Arrastré la maleta hasta la puerta y le di un último vistazo al lugar que alguna vez llamé hogar.

Tres años de unión. Tres años de confianza. Tres años de amor.

Todo era una mentira.

—Debemos irnos.

Dijo el chofer en voz baja.

Asentí y subí al auto.

El motor arrancó y el auto se alejó del territorio de la Manada Blackwood.

Sentada en el asiento trasero, cerré los ojos. Busqué el hilo tóxico y deshilachado de nuestro vínculo… y con un último acto de voluntad, lo rompí yo misma.

Por primera vez en tres años, era libre.

La espinosa libertad de la venganza.

En la Ceremonia de la Luna de Sangre del siguiente día, Byron y Ariana estaban a punto de recibir el primero de los muchos regalos que les había preparado.