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Capítulo 3

Author: Gala Montero
Julieta sintió un escalofrío. De pronto, recordó la fama del líder de la familia Beltrán: siempre distante con las mujeres, con un semblante tan impasible que parecía ajeno a las emociones humanas, la cumbre inalcanzable que nadie había conquistado jamás.

«¿Será posible que yo… le haya quitado…?»

Eso explicaría su furia.

Aunque ella había iniciado el encuentro, en cuanto él despertó, la apartó con fuerza y rápidamente tomó el control…

Julieta sintió un ardor persistente en el cuello y la clavícula, justo donde él la había mordido; incluso el dolor y la incomodidad en su cuerpo se hicieron todavía más agudos, mucho más presentes.

—¡Mi amor! ¿Seguro que no te equivocas de persona? ¡Ella es Julieta, la nueva sirvienta!

Verónica intervino al notar que la situación se torcía. Lanzó una mirada cargada de veneno a Julieta. «¡Estúpida! Siempre tratando de seducir a quien se te cruce. ¡Ni se ha visto en un espejo para ver lo horrenda que es!»

—¿La sirvienta?

Leonardo la miró desde arriba, con una expresión indescifrable, estudiándola.

Sostenerle la mirada a un hombre como él era intimidante, pero Julieta levantó la cara con determinación, exponiendo a propósito la larga cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha.

—Señor, se equivoca de persona. Yo no lo conozco. Soy la sirvienta.

Fue entonces cuando Leonardo reparó en la cicatriz de Julieta. Era una marca larga que iba desde la parte superior de la mejilla hasta abajo, de aspecto desagradable y llamativo, arruinando cualquier atisbo de belleza en su cara.

Leonardo arrugó la frente. No, definitivamente no era esa cara.

—¿Y por qué corrías hace rato?

—Señor, no estaba corriendo. Solo iba a la cocina a trabajar.

Leonardo la observó fijamente unos segundos. «La cara que vio en la habitación era la de Verónica... pero Verónica estaba justo a su lado. ¿Cómo pudo confundirla con una simple sirvienta?»

—Retírate.

—Sí, señor. —Julieta dio media vuelta y entró en la cocina.

Leonardo ignoró a Verónica y subió al segundo piso.

...

Verónica irrumpió en la cocina y encaró a Julieta.

—¡Escúchame bien, Julieta! ¡Te prohíbo que andes rondando cerca de mi esposo!

Julieta la miró sin inmutarse.

—Puedo mantenerme lejos. Irme de Hacienda Esmeralda ahora mismo. Pero tienen que dejar libre a mi abuela.

—... El trato no ha terminado. Ya le dije que eres la sirvienta. Si desapareces, Leonardo va a sospechar. Te quedas aquí trabajando de sirvienta hasta que encontremos una solución.

¿Quedarme aquí de sirvienta?

Recordó la mirada escrutadora de Leonardo y sintió un escalofrío. No quería quedarse.

Pero al pensar en su abuela, supo que no tenía otra opción.

—Bueno, Verónica, entonces más te vale que te esfuerces y asegures rápido tu puesto de señora Beltrán. Supongo que tampoco te hará gracia tenerme aquí, viendo en primera fila el espectáculo, ¿o sí?

—...

Verónica se fijó en los ojos de Julieta: limpios, increíblemente claros y expresivos. Sintió un impulso violento de arrancárselos. Era inconcebible que una tipa tan fea tuviera unos ojos así de bonitos.

La cara de Verónica, en realidad, era producto de la cirugía plástica. El cirujano, un experto carísimo, le había dicho que se inspiró en una joven de belleza excepcional que vio una vez en las calles más concurridas de Ciudad de México. Lo increíble fue que, cuando Julieta llegó del campo, si se tapaba la cicatriz, su cara era idéntica a la de Verónica.

«¿Sería posible que Julieta fuera aquella chica deslumbrante de Ciudad de México?»

¡Imposible! Es solo una pueblerina insignificante. Seguro ni sabe dónde queda Ciudad de México. La envidia que le corroía empezó a disiparse. Por muy bonitos que tuviera los ojos, no podían ocultar esa cicatriz horrenda. Una fea siempre sería una fea.

—¡Fea!

Verónica dijo el insulto con aire de satisfacción y salió contoneándose. Al pasar junto a doña Rosa, le ordenó:

—Asígnale a Julieta al cuarto de servicio más pequeño. ¡Y dale las peores tareas, las más sucias y pesadas!

...

Julieta regresó al cuarto que le habían asignado. Se sentó frente al espejo y observó la larga cicatriz que le marcaba la cara. «En realidad...»

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