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Capítulo 2

Author: Gala Montero
Un temblor casi imperceptible recorrió las pestañas de Julieta. Ahora entendía los motivos del trato: Leonardo Beltrán era, ni más ni menos que el líder de la poderosa familia Beltrán.

Con razón Verónica había aparecido allí, tan ansiosa por reclamar su identidad como la señora Beltrán.

La familia Beltrán era una de las más influyentes y adineradas de Guadalajara, rodeada siempre de un halo de misterio. En ese momento, todo Guadalajara conocía al actual líder de la familia, de quien se decía que era distante y elegante, increíblemente apuesto y el genio de los negocios más joven de su generación, un verdadero titán empresarial.

El mayor sueño de Verónica siempre había sido casarse con él, pero dos años atrás, cuando la familia Beltrán propuso el matrimonio, el prometido resultó ser Leonardo Beltrán, considerado entonces de menor rango por ser fruto de una relación extramarital.

Por eso, Verónica la había obligado a tomar su lugar en el altar.

Los ojos claros y serenos de Julieta se posaron en su hermana.

—Entendido.

En ese momento, Verónica levantó una mano y limpió con brusquedad el maquillaje de la mejilla derecha de Julieta, revelando una cicatriz larga y desagradable.

Julieta y ella eran idénticas, salvo por esa marca en la cara de Julieta, que siempre debía ocultar bajo capas de maquillaje cuando se hacía pasar por su hermana.

Para Verónica, Julieta no era más que una pueblerina insignificante llegada del campo, mientras que ella, Verónica Méndez, era aclamada como la mujer más hermosa de Guadalajara.

Justo entonces, anunció una empleada:

—Señora, el señor Beltrán ya está aquí.

¡Leonardo Beltrán había llegado!

Verónica le lanzó una mirada de advertencia a Julieta, se alisó con rapidez el vestido y se adelantó, radiante y efusiva, para recibirlo.

La puerta principal de la hacienda se abrió de golpe, dejando entrar una ráfaga de aire gélido del exterior junto con la imponente figura de un individuo alto y erguido.

Julieta levantó la vista y vio a Leonardo Beltrán.

Vestía un impecable traje negro hecho a medida; la tela costosa, perfectamente planchada, reflejaba su aire de superioridad, elegancia y reserva.

Además, era extraordinariamente atractivo; sus facciones parecían esculpidas y su perfil por sí solo poseía esa elegancia atemporal y distante de las fotografías clásicas en blanco y negro.

«Era él.»

«El individuo de la habitación... era él.»

Los recuerdos de la noche anterior la asaltaron de golpe; la respiración agitada de él resonaba aún en sus oídos. Sus largas pestañas temblaron con nerviosismo y Julieta bajó la mirada, incapaz de sostener la suya.

—¡Mi amor! —Verónica se abalanzó sobre él con voz melosa—. Anoche en el hotel... fuiste tan apasionado. Todavía me duele un poquito...

No llegó a tocarlo. Leonardo la sujetó con fuerza por el brazo y dijo con una dureza implacable:

—¿Cómo se te ocurre intentar ponerme una trampa a mí? ¡Si ya no valoras tu vida, solo tienes que decírmelo!

Verónica sintió que le iba a romper el brazo y explicó, presa del pánico:

—Leo... Leonardo, por favor, escúchame. Fue... fue doña Teresa, nos presionó para... ya sabes... ¡me dio algo! ¡Ella me dio la tarjeta de tu cuarto! ¡Yo también soy una víctima en todo esto...!

«¡Otra vez doña Teresa!»

Leonardo apretó los labios, visiblemente contrariado.

Julieta observaba desde un rincón, el corazón latiéndole con fuerza. Sabía bien que el líder de la familia Beltrán era conocido en los negocios por ser implacable y dominante, capaz de cambiar fortunas a voluntad y sin mostrar compasión alguna; una figura temida por todos.

Si él llegara a saber que fue ella quien estuvo con él esa noche... temía que las consecuencias serían devastadoras, que no habría vuelta atrás.

Julieta se dio la vuelta, dispuesta a escabullirse.

En ese instante, la aguda percepción de Leonardo captó algo. Levantó la vista y sus ojos se fijaron de inmediato en la silueta esbelta de Julieta.

—¡Alto ahí!

Julieta se quedó inmóvil, el corazón le martilleaba en el pecho.

«¿Habrá descubierto algo?»

Leonardo avanzó con pasos largos hasta plantarse frente a Julieta.

—¿Tú quién eres? ¡Levanta la cara!

Su presencia imponente era abrumadora. Julieta apretó los dedos y, despacio, levantó la mirada.

Lo primero que notó Leonardo fue sus ojos puros, de un contraste nítido; tenían un brillo húmedo, casi fragmentado, y transmitían una mezcla de serenidad y una atracción sutil.

La mirada de Leonardo se intensificó. Eran idénticos a los ojos de la joven de la habitación del hotel; parecían acuosos, vulnerables, como si una caricia pudiera disolverlos.

Su mirada se volvió cortante.

—¡Fuiste tú!

«¡Rayos, me reconoció!»

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