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Capítulo 2

Autor: Aurora del Castillo
Ya que había sucedido, no tenía inteción de ocultarle nada.

Después de llegar a la adultez, siempre sentía cosquillas en mis partes íntimas, lo que no me dejaba dormir, así que usaba dedos, lápices y hasta pepinos... Pero nada podía satisfacer ese vigoroso deseo en mi interior.

No es que no hubiera buscado hombres en la ciudad, pero en cuanto se quitaban los pantalones, me negaba inmediatamente.

Ese tamaño no podía satisfacerme.

Después de que accidentalmente escuchara de una amiga en el campo que los hombres de la aldea eran muy buenos en eso, el tipo de mis sueños cambió a un granjero fuerte.

El miembro de Diego al entrar en mi cuerpo gradualmente se volvió más grande y más caliente. Jadeé dos veces y rápidamente llevé su mano a mi boca diciéndole: —Lo tienes muy duro.

—Aunque te duela, aguanta —Diego se hundió en mi interior, moviéndose tan rápido como un motor.

Sus abdominales apretados se balanceaban hacia adelante y hacia atrás frente a mis ojos, y yo me sentía satisfecha, mientras el sonido del líquido alrededor despertaba toda clase de pensamientos.

Mi cuerpo cada vez se calentaba más, mientras la lujuria subía a la cima, y lo abracé con fuerzas mientras gritaba: —¡Diego, ay, Diego!

Sus movimientos se aceleraban cada vez más, y, algo inconforme, golpeó con fuerza el botón de mis senos: —No, lleguemos al clímax juntos.

—No puedo evitarlo... —gemía sin parar, pero afortunadamente, Diego me dejó ir.

En el momento que alcanzamos el clímax, Diego rodeó mi cintura con sus brazos y esbozó una sonrisa pícara y sencilla a la vez diciéndome: —Hagámoslo otra vez.

Cuando me desperté, ya hacía rato que había amanecido.

Rápidamente me vestí y corrí a trabajar.

En el campo había pobreza y no podían pagar los salarios. Incluso los maestros, para ganarse la vida, trabajaban arando la tierra durante la temporada de cosecha.

—¿Dónde te habías metido? —me reprendió Diego, el subcapataz que coordinaba el trabajo de labranza, al verme llegar tarde.

Me detuve y me planté frente a él, refunfuñando en voz baja: —Y tú, ¿es que tenías que insistir en hacerlo tantas veces?

Él no dijo nada más. Con un movimiento de barbilla, me indicó que me apresurara a quitar la maleza.

Agotada por la noche anterior, con la cintura adolorida y sin fuerzas, bajo un sol abrasador, pronto me desmayé en el suelo.

El olor familiar a testosterona invadió mis fosas nasales. Moví un dedo y agarré a la persona que intentaba alejarse. Pasé la lengua por mis labios secos y susurré: —¿Quieres un poco de emoción?

Al lado de las altas pilas de heno, de ese lado estaba la sombra fresca, mientras que del otro, estaban los jóvenes intelectuales y los campesinos trabajando.

Diego sujetó con firmeza mi mano que intentaba desabrochar los botones. Su rostro estaba sombrío y con el ceñó fruncido mientras me preguntaba: —¿Es que estás tan desesperada?

—Sí, ¿quieres hacerlo o no? Exhalé como una orquídea con mi delicada clavícula expuesta, y al ver que no reaccionaba, moví mis ojos hacia el fondo de la carpa que ya había instalado, sonreí y me puse de pie.

—Si no quieres hacerlo, iré a buscar a alguien más.

Di dos pasos, cuando un brazo fuerte me enganchó por el cinturón y me tiró hacia atrás.

Bajo el sol abrasador, una sombra me cubrió. Miré el pecho musculoso sobre mí y, sin poder contenerme, lo pellizqué.

Me dio dos palmadas fuertes en el trasero, solté un grito, y Diego inmediatamente me tapó la boca: —Cállate, ¿quieres que nos vean?

—¿A ti no te gusta que grite para crear un buen ambiente? —dije encogiéndome de hombros como si nada, mientras mis manos se ocupaban de acariciar su miembro.

Ya que estábamos demasiado cerca de los trabajadores, Diego agarró un puñado de hierba e intentó metérmelo en la boca para silenciarme.

—¡¿Cómo te atreves?!

Lo miré fijamente. Al instante, sacó unos billetes de su bolsillo, los arrugó y los empujó entre mis labios preguntándome: —¿Así está bien, princesa?

Acurrucada en sus brazos, solté una risa ahogada. De pronto, sentí un pellizco agudo en mis pezones. Ese era su castigo.

Sus manos ásperas frotaban mi piel con fuerza, haciéndola arder como si fuera a despellejarse, pero yo lo disfrutaba con delirio.

Anhelaba precisamente ese trato brutal. Cuanto más lo hacía, más se soltaba la compuerta de mi deseo.

El olor a hierba fresca que emanaba de Diego, mezclado con el aroma de tierra, bombardeaba mi cordura.

—Diego... Más rápido... Te necesito...

Con la boca obstruida por los billetes, mis palabras eran borrosas, pero aun así lo entendió. Sus movimientos se aceleraban cada vez más, hasta que, cuando estaba a punto de alcanzar el clímax, de pronto se detuvo y con una sonrisa pícara, se retiró.

En ese momento crítico, agarré su mano con desesperación mientras una súplica silenciosa cruzaba mi rostro.
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