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Después de donarle el hígado a mi novio, supe que fue su venganza
Después de donarle el hígado a mi novio, supe que fue su venganza
Author: El Justiciero

Capítulo 1

Author: El Justiciero
Mi novio fue diagnosticado con cáncer y necesitaba un trasplante de hígado.

Cuando supe que yo era compatible, no dudé ni un segundo en aceptar la operación.

Me extirparon dos tercios del hígado. El dolor era insoportable, pero en cuanto recuperé la conciencia, corrí a ver cómo estaba él.

Frente a la puerta, escuché su conversación con un amigo.

—Eres un genio, Javier. Nadie más podría idear una forma de venganza tan cabrona.

Javier Morales soltó una risa burlona.

—Si no fuera porque no quería armar tanto escándalo, hasta le habría quitado un riñón solo por diversión.

—Por su culpa, Elena fracasó en el examen de ingreso a la universidad y tuvo que irse al extranjero. En un mes regresará, y en ese momento me despediré de Lucía para siempre.

...

Miré por la rendija de la puerta y vi a Diego, sentado en la cama del hospital, con el rostro sonrojado y para nada con aspecto de enfermo.

Sus amigos seguían riéndose y conversando como si fuera cualquier cosa.

—Cuando empezaron la uni, contrataste a unos tipos para fastidiar a Lucía, ¿te acuerdas? La hicieron quedar tan mal que estuvo un mes sin atreverse a volver al dormitorio.

—Y cuando se graduaban, mandaste borrar su proyecto final. Esa vez arruinaste las posibilidades de la hija de los Mendoza, la metieron a un salón vacío y le rompieron un brazo.

—Con esta ya van noventa y tres veces, solo faltan seis más y tendrás suficiente para hacerle un "libro de confesiones" a Elena. Seguro se va a derretir cuando vea lo lejos que llegaste por ella.

Una oleada de náuseas y frío me recorrió el cuerpo.

Jamás imaginé que este amor que pensé era un regalo del destino, fuera en realidad una trampa planeada al detalle.

Di media vuelta para irme, pero aún débil por la cirugía, caí al suelo con fuerza.

La herida se reabrió al instante. La sangre empapó mi bata.

Mi estado de salud ya era frágil. Los médicos me advirtieron varias veces que no debía donar.

Pero no les hice caso, solo pensaba en que Diego pudiera sanar pronto, así que me operé sin importar las consecuencias.

Estábamos en la zona VIP del hospital, la más tranquila. Todo el pasillo estaba vacío.

El ruido de mi caída llamó la atención de todos.

Diego salió y al verme, su rostro cambió de inmediato.

—Lucía, ¿qué haces aquí? ¡Acabas de salir del quirófano!

Sin esperar respuesta, empujó a uno de sus amigos.

—¡Ayúdenla! ¡Llévenla a la cama, hay que curarle la herida!

Con el gesto de un novio preocupado, me recostaron a su lado.

Diego me acariciaba la cara con ternura.

Agarró una botella de la mesa y dijo:

—El doctor sigue ocupado, déjame limpiar la herida mientras tanto, ¿sí? Luego él vendrá a vendarte bien.

Su voz sonaba suave, como siempre.

Incluso parecía tener lástima en los ojos.

Pero ya sabía que era pura actuación.

Hasta hoy entendí por qué Diego me rechazó durante tres años, y solo me confesó su amor al día siguiente de que salieron las notas del examen de ingreso.

Era todo parte de su venganza por Elena, su verdadero amor.

Y yo, estúpida, pensaba que mi sinceridad lo había conmovido. Aunque sabía de su pasado con ella, igual le di todo.

Cerré los ojos, aguantando el dolor.

Cuando vertió el líquido sobre la herida, una sensación de quemadura me hizo gritar.

Sin pensarlo, lo empujé con fuerza.

Su espalda chocó con una esquina de la cama, y él, furioso, me dio una patada que me tiró al suelo.

Yo me retorcí sujetando la herida, llorando de dolor.

En ese momento, al fin llegó el médico de guardia.

Al examinarme, su cara se puso pálida.

—¿¡Qué le hicieron!? ¡Esto es una quemadura grave con hidróxido de sodio! ¡Es un agente corrosivo de alta concentración!

—¡¿Qué?! ¡Eso no puede ser! —Diego fingió sorpresa, mirando a la mesa.

—Compré en línea un desinfectante y un antiséptico. Quería prevenir infecciones después de la cirugía. Lucía empezó a sangrar y, con los nervios, no leí bien la etiqueta... ¡Perdón, mi amor! ¡Todo es culpa mía otra vez!

Se golpeó el pecho fingiendo remordimiento.

Pero si de verdad le importara, ¿me habría pateado así?

No dije nada. Dejé que los médicos me pusieran en una camilla y me llevaran.

Esperando el elevador, escuché los gritos de celebración desde su habitación:

—¡Diego, eres un maldito genio! ¡Sabías que la estúpida de Lucía vendría a verte y cambiaste el desinfectante por hidróxido de sodio! Seguro le queda una cicatriz de por vida. ¡Qué castigo tan perfecto!

—¿Vieron cómo se arrastraba? ¡Parecía una perra! ¡Me meaba de la risa!

Apreté los puños con rabia.

Ya lo sospechaba… pero escucharlo con mis propios oídos me desgarró el alma.

Cuando los médicos se alejaron, tomé mi celular, reservé un lugar en una clínica de rehabilitación, y llamé al número de siempre, ese del extranjero.

—Mamá… ya lo decidí. Me quiero volver a casa.
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