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Capítulo 9

Aвтор: Luna Serena
La mesa estaba llena de platos vegetarianos que el chef había preparado desde temprano, pero comparados con mi comida no eran nada.

Yulia y Elsa, después de dos días a puro menú vegetariano de Benito, no podían apartar la vista de mi plato.

Yulia tragaba saliva sin pudor y Elsa casi babeaba.

Solo Benito conservó su gesto distante:

—¿Quién te dio permiso de meter esas cosas en la casa?

Me reí a carcajadas.

—¿Acaso no compraste esta mansión después de casarnos? Pues entonces es patrimonio conyugal. Y si la mitad es mía, tengo todo el derecho de comer lo que se me antoje en mi propia casa.

Me levanté, fui al bar y agarré una botella carísima que Benito había comprado en una subasta el año pasado. Me serví una copa.

Y, bajo su mirada penetrante, me senté tranquila, corté un trozo de filete y lo probé con toda la calma del mundo.

Un bocado de carne, un sorbo de vino.

Ah... pura gloria.

Por primera vez, sin el peso de este matrimonio, sentía que lo tenía todo.

Pero Benito no era un hombre que tolerara provocaciones.

Con voz seca, les ordenó a los guardias:

—Saquen todo eso de aquí.

Apenas terminó de hablar, Elsa le tiró de la manga con timidez y, con los ojitos suplicantes, murmuró:

—Papá... yo también quiero probar carne.

La niña tragó saliva varias veces antes de soltar la pregunta, con la mirada encendida:

—¿Por qué no podemos? ¿Por qué nunca comemos carne?

Benito se quedó callado, sin saber qué contestar. Explicarle de fe y votos a una criatura era absurdo.

Yulia, apurada por quedar bien, intervino enseguida:

—Elsa, tu papá lo hace para cuidarnos. La comida vegetariana es más saludable. Los que comen carne a diario se enferman más seguido.

Yo seguí disfrutando de mi plato y solté, con una sonrisa irónica:

—Perfecto. Dejen el sacrificio para mí y ustedes quédense con su salud.

Después levanté la vista hacia Benito, con sarcasmo:

—¿O será que en el fondo te da envidia verme comer, Benito? ¿Por eso tanto apuro en sacarlo? ¿Temes que, si caes en la tentación, rompas tu voto?

Él me lanzó una mirada helada y, sin decir nada, siguió con su plato vegetariano. No volvió a ordenar que retiraran mi comida.

Yulia y Elsa, mientras tanto, fingían probar lo suyo, pero con el rabillo del ojo no dejaban de mirar mis platos.

Hacía años que no comía algo tan rico.

Después de tanta comida, la pizza que compré se quedó ahí, ni la toqué.

Elsa la observaba fija, mordiéndose el labio.

Sí, los niños son inocentes... pero si llegaba a enfermarse después de probar algo mío, Benito no dudaría en culparme de querer hacerle daño.

Así que, ante su mirada ansiosa, llamé a Ana:

—Llévate esto y dáselo a los perros de la calle.

La ilusión en los ojos de Elsa se apagó de golpe.

Y, tal vez era cosa mía, pero hasta Yulia parecía decepcionada.

Al fin y al cabo, con los paparazzi rondando afuera, Yulia no se atrevía a salir de la mansión.

Eso significaba que tendría que seguir comiendo lo mismo que Benito.

¿Será que también soñaban con quedarse con mis sobras?

La sola idea casi me hizo reír.

Me limpié los labios con la servilleta y me puse de pie.

Con una sonrisa sarcástica, miré la mesa llena de vegetales y le solté a Yulia:

—De ahora en adelante, estos banquetes son todos tuyos. Que los disfrutes.

Si hubiera sabido el precio que iba a pagar por esa burla, quizá nunca la habría hecho.

***

Por la tarde fui al hospital a ver a mi madre.

Desde aquel accidente, cuando yo tenía cinco años, seguía en coma.

Estaba tendida en la cama, tan quieta como siempre. Los médicos repetían lo de siempre: pocas probabilidades de que despertara.

El simple hecho de tenerla con vida ya era un milagro.

Me senté a su lado y le hablé un buen rato. Le conté de mi matrimonio con Benito, de cómo me hacía la fuerte, de mis miedos hacia el futuro.

Al anochecer recibí una llamada de Ana.

—Señora, pasó algo grave. Vuelva enseguida.

Su voz temblaba. Le pregunté qué había pasado, pero se negó a darme detalles.

Un mal presentimiento me atravesó el pecho. Tomé el bolso y salí corriendo hacia la mansión.

Apenas crucé la puerta, escuché los gritos:

—¡Deja esa aspiradora! —Ana estaba fuera de sí—. Eso lo tiene que decidir la señora. ¡Ya te pasaste!

—¿No ves que el piso está sucio? —replicó Yulia, con la voz helada—. Muy leal serás, pero no olvides quién te paga el sueldo. ¿Qué crees que dirá Benito si vuelve y encuentra la casa hecha un desastre?

El corazón me dio un vuelco y corrí al salón.

En el piso de madera se extendía un reguero de cenizas grises, como si la nieve hubiera caído en un sitio ajeno.

El cofrecito de sándalo con los restos de mi hija estaba en el suelo, abierto, con una grieta profunda en la tapa.

El anochecer se colaba por la ventana, apagando la última claridad del día.

Avancé como en trance, me agaché y toqué con la yema de los dedos ese polvo esparcido por el suelo.

De golpe retiré la mano, con un ardor que me atravesó: era como si mi niña me reclamara en cada partícula: "¿Por qué no me cuidaste? Me duele, mamá..."

Entonces escuché la voz de Yulia a mis espaldas:

—Lo siento, señorita Lara. Elsa te vio comer al mediodía y pensó que escondías algo rico en tu cuarto. Cuando encontró esa caja creyó que era comida y se le cayó en el camino al salón. Fue un accidente.

Al segundo siguiente ya la tenía contra la pared, agarrándola del cuello de la blusa.

Mi mano le cayó en la cara con toda la rabia. Luego otra vez. Y otra.

—¡Ah! —gritó Yulia, forcejeando—. ¡Suéltame! ¡Si Benito se entera, no te lo va a perdonar!

Pero subestimó la fuerza de una madre rota.

En ese instante yo solo quería matarla.

En medio del caos escuché la voz de Benito:

—¡Valeria! ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Suéltala ya!

Yulia chilló al ver a su salvador.

—¡Benito, ayúdame!

Él intentó acercarse, pero Ana lo detuvo de golpe. Supongo que temía que Yulia le diera la vuelta a la historia y después me culpara a mí.

Cuando por fin Benito miró hacia donde señalaba Ana, se quedó helado: el suelo entero estaba cubierto con las cenizas de nuestra hija.
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