Capítulo 2

Mis heridas eran leves; me limpiaron y vendaron en un momento.

Sofía seguía inconsciente y Mateo, ignorando su propia pierna, insistía en cuidarla él mismo. Hasta el médico se cansó y, porque yo era la prometida, me pidió que lo hiciera entrar en razón.

Le miré la rodilla: la sangre ya había parado, pero la curvatura de ambas no coincidía. En la lesionada, algo estaba fuera de lugar, como si hubiera luxación.

—El doctor dice que tu pierna está grave. Ve tú a que te revisen; yo me quedo con Sofía —propuse.

Él me fulminó con la mirada, impaciente.

—Soy un hombre, ¿y esta cosita qué? Además, si Sofía despierta y no me ve, va a llorar.

Chasqueé la lengua. Sofía ya cumplió veinte; no es una niña de lágrima fácil. Le encanta pegarse a Mateo, llamándolo “tío” todo el día.

Incluso cuando nos casamos en mi otra vida —y ahora que estamos comprometidos—, ella jamás guardó distancia; a veces, hasta metía cizaña. Por eso discutimos tantas veces. Mateo siempre decía que yo era mezquina, que ensuciaba una relación “pura” de tío y sobrina. —La crie yo —repetía—.Ella solo está acostumbrada a depender de mí.

Con ese recuerdo quemándome por dentro, dejé de insistir con su pierna.

Mateo me miró con fastidio, la voz áspera:

—Si ya te atendieron, ¿qué haces aquí parada? Anda a hacerle una sopita de arroz a Sofía. Cuando despierte, va a tener hambre. Hazle la que le gusta, con mariscos. No olvides el cebollín y ponle poca sal: está herida, no puede comer muy condimentado.

—Pide a domicilio —le solté—. También estoy lastimada y agotada. No pienso ir y venir.

Frunció el ceño, listo para discutir, pero Sofía abrió los ojos en la cama.

—Tío… —susurró, débil.

Mateo, cojeando, fue de inmediato a su lado.

—¡Sofía, por fin despertaste! Me diste el susto de mi vida. Te tengo conmigo desde los siete; me costó el alma criarte hasta hacerte mujer. Si hoy te pasaba algo… ¿cómo se supone que iba a seguir respirando?

Los ojos de Sofía se humedecieron.

—No llores, tío. ¿Cómo podría yo dejarte? El día que cumplí dieciocho juré quedarme a tu lado para siempre. Aunque nunca entiendas lo que siento, con que sepas que no me voy a ir, me basta.

Mateo le tomó la mano y se la llevó a la mejilla.

—Lo entiendo. Lo entiendo todo… Solo que, en esta vida… —se tragó el resto—. No te preocupes: nunca te voy a soltar. Y a quien intente impedirlo, me lo quito de encima.

Al decirlo, me miró de reojo y me ladró:

—Valentina Ramírez, ¿vas a ir de una vez a preparar esa sopa? ¿No puedes ser como Sofía y dejar de darme problemas?

—¡Tío! —chistó Sofía, juguetona, tapándole la boca con la mano—. No le hables así a la tía. Si la tía no quiere cocinar, no pasa nada: yo aguanto el hambre. Solo les pido que no vuelvan a pelear por mi culpa.

Mateo no soporta verla con los ojos brillosos. Endureció la cara y me rugió:

—¿No entiendes lo que te digo, Valentina? Te lo advierto: si hoy no haces esa sopa, en una semana cancelamos la boda. La boda con la que llevas soñando cinco años. Piénsalo bien.

En mi vida anterior, con una amenaza así, me habría doblado.

Hoy, en cambio, lo miré tranquila y dije, sin temblar:

—De acuerdo. No nos casemos.