Mis heridas eran leves; me limpiaron y vendaron en un momento.Sofía seguía inconsciente y Mateo, ignorando su propia pierna, insistía en cuidarla él mismo. Hasta el médico se cansó y, porque yo era la prometida, me pidió que lo hiciera entrar en razón.Le miré la rodilla: la sangre ya había parado, pero la curvatura de ambas no coincidía. En la lesionada, algo estaba fuera de lugar, como si hubiera luxación.—El doctor dice que tu pierna está grave. Ve tú a que te revisen; yo me quedo con Sofía —propuse.Él me fulminó con la mirada, impaciente.—Soy un hombre, ¿y esta cosita qué? Además, si Sofía despierta y no me ve, va a llorar.Chasqueé la lengua. Sofía ya cumplió veinte; no es una niña de lágrima fácil. Le encanta pegarse a Mateo, llamándolo “tío” todo el día.Incluso cuando nos casamos en mi otra vida —y ahora que estamos comprometidos—, ella jamás guardó distancia; a veces, hasta metía cizaña. Por eso discutimos tantas veces. Mateo siempre decía que yo era mezquina, que ensuciab
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