Capítulo 2

Apagué mi teléfono.

Tenía diecisiete mensajes cifrados de Vincenzo. No respondí ni a uno solo.

A las dos de la tarde, la puerta de mi estudio fue pateada.

Marco, la mano derecha de Vincenzo, irrumpió con cuatro de sus matones.

—Señorita Chiara —dijo Marco con voz educada, pero ya tenía la mano en la culata de su pistola—, el Jefe quiere verla.

No levanté la vista. Seguí trabajando en la pintura frente a mí.

—Dile a tu jefe que estoy ocupada.

—Me temo que esto no es una petición.

Dejé el pincel y me puse de pie.

—¿Así que me van a arrastrar por la fuerza?

Marco no lo negó.

—Órdenes del Jefe. No lo hagas feo.

Veinte minutos después, el coche se detuvo frente a la finca familiar Russo.

Este solía ser mi hogar. Ahora, era solo una jaula.

Fui "escoltada" a mi antiguo estudio de arte.

En el momento en que se abrió la puerta, me congelé.

La habitación estaba vacía.

Todos mis cuadros, mis caballetes, mis pinturas, nuestra única foto juntos...

Cada rastro de mí se había ido. Limpio.

En su lugar, había una decoración opulenta, de estilo ruso.

Y colgando en el centro de la pared había un enorme cuadro al óleo.

Era Katerina, con un vestido blanco, sonriendo como una santa.

—¿Te gusta? Katerina lo eligió ella misma.

La voz de Vincenzo vino por detrás de mí.

Llevaba un traje Brioni a medida. Impecable.

Katerina se aferraba a su lado, cabello rubio y ojos azules, un ángel.

—Katerina —dijo Vincenzo, su voz era inexpresiva—, esta es Chiara Rossi. El activo más... útil de la familia.

Los ojos azules de Katerina brillaron con inocencia. Su voz era dulce.

—Es tan agradable conocerte. Vincenzo te menciona todo el tiempo. Dice que no sabe quién haría todo el 'trabajo sucio' de la familia si no fuera por ti. Eso debe ser muy difícil.

Ella enfatizó las palabras "trabajo sucio", pero su rostro era una máscara de simpatía.

—Es un honor para mí servir a la familia —respondí, con el rostro inexpresivo.

Vincenzo asintió, satisfecho. Se giró hacia Katerina.

—Cariño, permíteme presentarte a los tíos.

Él la rodeó con su brazo y la condujo al salón principal. Yo los seguí como una sombra.

Los ancianos de la familia ya estaban esperando.

Uno de ellos, el tío Antonio, nos miró a mí, a Vincenzo, y sonrió.

—Vincenzo, Chiara ha estado a tu lado durante tantos años. Todos pensamos...

Vincenzo lo interrumpió con voz fría.

—Tío Antonio —su rostro se ensombreció—. No digas cosas que puedan malinterpretarse.

Sus ojos se dirigieron a mí, su voz fue baja, pero audible en el silencio de la sala.

—Nunca me ensuciaría las manos con una subordinada.

Bajé la mirada para disimular el dolor. Forcé una sonrisa.

—Tío Antonio, me has malinterpretado. El Jefe y yo siempre hemos tenido una relación puramente profesional.

Por una fracción de segundo, la expresión de Vincenzo se congeló. Luego desapareció.

La tensión en la sala se desvaneció.

Katerina apretó su agarre en el brazo de Vincenzo y me dedicó una pequeña sonrisa triunfante.

Vincenzo pasó junto a mí. Comenzó a levantar la mano, como siempre hacía, para acariciarme la cabeza.

Pero se detuvo a mitad de camino. En su lugar, arregló el cabello de Katerina.

Se inclinó hacia mí, con un gruñido bajo que solo yo podía oír.

—Bien hecho. Recuerda lo que dijiste esta noche. No me decepciones.

La cena comenzó.

Me senté sola en el extremo de la larga mesa, observando a Vincenzo y Katerina en la cabecera, aceptando las felicitaciones de todos.

Vincenzo sintió que lo miraba. Se giró y se encontró con mi mirada.

Levantó su copa hacia mí. Sus ojos eran fríos y llenos de aprobación.

Como si estuviera elogiando a un perro bien entrenado.

Levanté mi copa de vuelta, con una sonrisa perfecta en los labios.

Espero que sigas sonriendo dentro de siete días, Vincenzo. Cuando me haya ido para siempre.