En la competencia de pociones, mi hermana adoptiva me robó la poción que yo misma preparé y, gracias a eso, se llevó toda la gloria de la noche. Nadie imaginaba que aquel torneo, más que un espectáculo cualquiera, era en realidad la forma en que el clan de los Serpientes elegía esposa para su heredero: un hombre temido por su crueldad e incapaz de tener hijos. Esa misma noche, el clan de los Serpientes mandó un contrato nupcial: la autora de la poción debía casarse con el heredero. Cuando mi prometido se enteró, perdió la cabeza. Sin pensarlo dos veces, se acostó con mi hermana y así sellaron su pacto. Con la marca del lobo todavía quemándole la espalda, mi hermana se plantó frente a mí, descarada, restregándome en la cara lo que había conseguido. —Tu prometido ya es mío, querida hermana. ¿Y ahora qué? En tres días cumples veinticinco y, si nadie se casa contigo, el Consejo te va a mandar con uno de esos errantes, viejos y abusivos que nadie quiere. Ella creía que me tenía acorralada. Se equivocaba. Aún me quedaba una salida. Fui a buscar a mis padres, que en ese momento intentaban arreglar el desastre causado por mi hermana. —Si ella no quiere casarse con el heredero de los Serpientes —dije con firmeza—, ¡entonces lo haré yo!
View MoreApenas Camila terminó de hablar, el salón quedó en un silencio total.De inmediato comenzaron los murmullos. Camila, decidida a armar un escándalo, empezó a llorar y a gritar sin importarle nada. Ahí entendí lo que había pasado: Gabriel, enloquecido, le había cortado la cola y la había echado de la familia Lara. Mis padres también le habían cerrado las puertas, hartos de sus mentiras. Durante días vagó por la calle hasta que descubrió que estaba embarazada.Ese embarazo se convirtió en su última carta, la única esperanza de recuperar algo de poder. Aunque Gabriel, con el rostro descompuesto por la rabia, intentó apartarla, ella se le colgó de la pierna, desesperada.El espectáculo arrancó carcajadas a muchos invitados: todos veían en Gabriel y en los Lara un chiste viviente. Su abuelo llegó furioso y, para salvar la reputación, obligó a Gabriel a llevársela de nuevo. Antes de irse, Camila me lanzó una mirada llena de odio; la envidia le torcía la cara todavía más.Esa noc
Gabriel no podía ni probar el mango.A los pocos minutos las manos ya le ardían de ronchas, pero seguía devorando mangos como loco, sin darse cuenta de nada.Hasta que el cuerpo empezó a convulsionar, echando espuma por la boca, y terminó desplomado en el suelo.Cuando lo subieron a la ambulancia todavía me miró con los ojos llenos de súplica, rogando:—Alba, ahora sufro igual que tú... ¿me darías otra oportunidad?Yo solo lo miré con frialdad, sin decir nada, y me fui de la mano de César.La última imagen que vio antes de caer fue mi espalda, alejándose sin mirar atrás.Tres días después lo volví a ver.Había pasado una noche entera en la UCI, al borde de la muerte, y al despertar parecía haber cambiado de estrategia: ya no me buscaba con desesperación, sino que aparecía "de casualidad" en los lugares donde yo solía estar.César, furioso, no se apartaba de mí. Esos ojos de serpiente no dejaban de vigilarlo todo.Hasta que una noche asistimos juntos a una recepción empresarial.César t
Pensé que, después de todo lo ocurrido, Gabriel por fin me dejaría tranquila.Pero pasaron los días y seguía plantado frente a la puerta.Al final no aguanté más y lo recibí.Me quedé helada: estaba en los huesos, pálido, con unas ojeras profundas. La ropa le colgaba, ya no parecía suya.Apenas me vio, se abrió la camisa de golpe y me enseñó la nuca.La marca del vínculo ya no estaba allí.Con una sonrisa ansiosa, casi infantil, me dijo:—Alba, me la quité... me operaron para sacarla. Estoy limpio ahora, podemos volver a empezar.El corazón se me heló. Arrancarse una marca era casi un suicidio: había que abrir la carne hasta el hueso, y casi nadie sobrevivía. En los nuestros, nadie en su sano juicio lo haría. Él lo había hecho. Y aun así, lo único que sentí fue sorpresa... nada más.Como no respondí, creyó que me había conmovido.Sacó entonces del abrigo dos colas, aún manchadas de sangre.Me quedé rígida al reconocerlas: eran las de Camila y la suya propia.Con la cara hecha pedazos,
César me preparó una boda de ensueño.Él sabía que era alérgica al polen, pero también que me fascinan las flores, así que mandó llenar el salón con arreglos artificiales que se veían como un jardín de verdad.Me sorprendía que supiera hasta mis mañas más tontas... hasta que un aullido desgarrador se escuchó afuera.Un sirviente entró corriendo, sin aliento: un lobo enloquecido rasguñaba las rejas de hierro, desesperado por entrar.Me quedé helada.Entre los nuestros, uno solo pierde la forma cuando ya no aguanta más el dolor.Gabriel no perdió el control cuando se supo la verdad sobre Camila, pero sí al ver mi boda con César.Antes tal vez habría pensado que eso era una prueba de que me quería; ahora solo me resultaba patético. No supo valorarme cuando me tuvo, y ahora... ¿qué sentido tenía?Con los aplausos de todos de fondo, César y yo nos pusimos los anillos y nos besamos.La ceremonia terminó y nos fuimos a nuestra nueva casa.En el camino alcancé a distinguir, dentro de una jaul
Los ojos de Gabriel se abrieron al ver los gemelos de serpiente en la muñeca de César.Lo reconoció al instante y se quedó helado. El hierro candente se le escurrió de las manos.—¿Tú eres... el heredero de los Serpientes? ¡No puede ser! ¡Se suponía que ibas a casarte con Camila! ¡Ella ya selló el pacto conmigo! ¿Qué haces aquí?A Gabriel se le heló el corazón cuando César, sereno, me tendió la mano.Me agarró la mano con media sonrisa y arqueó la ceja, burlón.—Yo jamás dije que me casaría con Camila. La única que me interesa es Alba. La verdadera creadora de la poción es ella. Esa farsante solo se aprovechó de los ingenuos.Un murmullo recorrió el salón; la duda empezó a esparcirse: ¿y si la poción nunca había sido de Camila?Ella se puso pálida y, antes de que pudiera fingir llanto, levanté la voz mirando a mis padres, que acababan de bajar las escaleras:—Papá, mamá, no olviden lo que me prometieron.Mi madre, incómoda, le susurró algo al oído a Camila.Pero ella, herida en su orgu
Miré mi mano hecha pedazos, chorreando sangre... y solté una risa amarga.Gabriel se puso rígido, nervioso.—¿De qué te ríes? —escupió.Me reía de mí misma. De lo idiota que fui, de cómo terminé rota por mendigar cariño a mis padres y a Gabriel.Cada vez que Camila lloraba de mentira, a ella le creían, aunque yo fuera la hija legítima y la prometida de Gabriel.Y en todas sus trampas, la mala siempre era yo: la hermana cruel, la que la humillaba, la que le robaba los méritos.Apreté el puño con todas mis fuerzas. Lo miré con los ojos encendidos, sin apartar la vista:—No estoy equivocada. Y no voy a pedir perdón.Las pupilas de Gabriel se achicaron, herido por la terquedad de mi mirada.—Gabriel... —gimió Camila de repente—. Me duele la mano...Él no dudó ni un segundo. La alzó con cuidado y la apretó contra su pecho.Preocupado de que tuviera frío, corrió hasta el auto y volvió con un abrigo de piel. La envolvió con ternura.Se me cortó el aire al verlo.Ese abrigo estaba hecho con mi
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