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Capítulo 8

Author: Peachy
—¿Alguien como yo? —repetí sus palabras en voz baja.

Los invitados a nuestro alrededor nos observaban, cuchicheando entre ellos.

—Me voy mañana —intenté explicarle—. El contrato…

—¿Que te vas? —me interrumpió—. ¿Crees que te puedes largar así como si nada?

Miró a su alrededor, asegurándose de que todos la escucharan.

—¿Saben todos una cosa? Esta señorita Elara en serio creyó que podía competir conmigo, la prometida.

Se rio con burla.

—¿Una restauradora que se acostó con quien sabe cuántos para llegar a donde está, en serio pensó que podía ser la esposa del jefe?

Los invitados murmuraron; algunos me lanzaron miradas de desprecio.

—Lo más gracioso de todo —continuó Isabella— es que pensó que Dante iba a renunciar a la alianza entre nuestras familias por ella. ¡Qué ridícula!

Sentí sus miradas de desprecio, pero yo ya estaba insensible al dolor.

—¿Ya terminaste? —le pregunté con calma.

—Ni de cerca.

Una chispa de maldad brilló en sus ojos.

—Quiero que todo el mundo sepa cuál es tu lugar en el corazón de Dante. Vales menos que un perro.

Me di la vuelta y salí del salón de baile. Nadie me detuvo. Ni siquiera Dante.

***

Dos horas después, estaba en un taxi, viendo las luces de la ciudad pasar borrosas por la ventanilla.

Mi maleta, con todo lo que poseía, estaba en el asiento de atrás.

En la mano llevaba un boleto de avión solo de ida a California.

—Ya casi llegamos, señorita —dijo el taxista.

Pero el carro se desvió por una calle lateral desierta.

—Este no es el camino al aeropuerto —dije, poniéndome en alerta.

—Lo siento, señorita.

La voz del taxista se volvió indiferente.

—Alguien quiere verla.

El corazón me latía con fuerza. ¿Me estaban secuestrando?

El carro se detuvo frente a un viejo edificio de departamentos.

Dos tipos salieron y me abrieron la puerta.

—Bájate —ordenó uno.

Me llevaron a un departamento. Era sencillo, pero estaba limpio. En la sala había una figura que reconocí. Dante.

Llevaba una camisa negra y se veía agotado.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté con una voz dura.

Se levantó y caminó hacia mí.

—Tenemos que hablar.

—No hay nada de qué hablar.

Me di la vuelta para irme.

—Suéltame.

Me agarró por la espalda, abrazándome como solía hacerlo.

—Hice lo que tenía que hacer —murmuró en mi cabello.

Su voz sonaba áspera. No era una disculpa. Era una afirmación. Forcejeé para soltarme.

—¡Que me sueltes!

—Escúchame.

Me apretó con más fuerza.

—Isabella sospecha de nosotros. Si te hubiera defendido, se lo habría dicho a su padre y la alianza se habría cancelado.

—¿Y eso qué?

—No entiendes.

Me giró para que lo viera de frente; su agarre me lastimaba.

—Esto no se trata de sentimientos, se trata de poder. Si la alianza se rompe, significa que habrá guerra. Mis hombres morirían. Sus familias sufrirían.

Lo miré a los ojos.

—Entonces preferiste sacrificarme.

—No es sacrificarte. Es protegerte.

Me acarició la mejilla.

—Encontré tu boleto de avión. ¿Te ibas a California?

Sentí un hoyo en el estómago.

—Esa es mi libertad.

—No.

Negó.

—Puedes renunciar, pero no puedes dejarme.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Te voy a mandar a la finca de la Costa Oeste —dijo, mientras su dedo delineaba mis labios—. Como lo habíamos hablado. Ahí me vas a esperar.

—No voy a ir.

Lo empujé.

—Ya no te amo. Me voy para siempre, para empezar una nueva vida.

Su expresión se tornó peligrosa.

—¿Que ya no me amas? —avanzó hacia mí—. Entonces, ¿por qué lloraste durante la ruleta rusa?

—¡Porque tenía miedo!

—No. Lloraste porque te sentiste traicionada por mí.

Me acorraló contra la pared.

—Si no me amaras, ¿por qué te sentirías traicionada?

No pude responder.

Su boca se estrelló contra la mía, silenciando mis protestas.

El beso tan conocido y dominante hizo pedazos mi determinación.

—No…

Lo empujé, pero mi cuerpo me traicionó.

Me levantó en sus brazos y me llevó al dormitorio.

—No hagas esto…

Pero no se detuvo. Me recostó en la cama; su mirada era puramente posesiva.

—Eres mía —dijo mientras empezaba a desvestirme—. Siempre lo serás.

Intenté luchar, pero cinco años de historia y su tacto familiar me dejaron sin fuerzas. Cuando entró en mí, cerré los ojos.

Fue brusco, como si estuviera liberando toda su ira y su miedo. Supe que eso no era amor. Era un acto de posesión.

Después, me llevó en brazos al baño. El agua tibia nos cubrió mientras me limpiaba con delicadeza.

—Te amo —susurró en mi oído—. No puedo perderte.

No respondí. De vuelta en la cama, sacó unas esposas del buró.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté, aterrada.

—Asegurándome de que no te escapes.

Me esposó la muñeca derecha a la cabecera de hierro de la cama.

—Estoy organizando un avión para que te vayas a la Costa Oeste mañana.

Tiré de la esposa, furiosa.

—¡Estás loco! ¿Y qué pasa si Isabella se entera de que nos seguimos viendo?

—No se va a enterar —dijo, acostándose a mi lado—. La finca está aislada. Le diré que te fuiste del país.

—¿Y si se entera?

Su expresión se volvió seria.

—Entonces más te vale ser lo suficientemente lista para no arruinar la alianza entre nuestras familias.

No podía creer lo que oía.

—¿Así que ese es el plan? ¿Voy a ser tu secretito sucio? ¿Tu amante en una jaula de oro?

—Es la única manera —dijo, con voz terminante—. Esta es nuestra realidad ahora. No hay otra opción.

—¡Maldito!

Le di un manotazo en el pecho con la mano que tenía libre.

—Es la realidad.

Me sujetó la mano. Lo miré, al tipo que alguna vez amé tan profundamente. Quería tenerme como a un canario, encerrada en una jaula, sin volver a ver la luz del día.

—Te odio —escupí.

—Ya sé.

Me besó en la frente.

—Prefiero que me odies a perderte.

Se quedó dormido enseguida. Yo yacía a su lado, con la mano derecha encadenada.

Pero hice una promesa. En cuanto llegara a la Costa Oeste, me escaparía. Sin importar el precio.

O tal vez… tal vez Antonio podría ayudarme.

***

A la mañana siguiente, Dante me quitó las esposas.

—El avión despega a las nueve. Antonio se irá contigo.

Claro que sí, pensé. No dije nada. Dos horas después, estaba en el jet privado de Dante. Miré a Antonio, que estaba sentado frente a mí, y sonreí.

Dante no sabía que Antonio era un agente encubierto de la familia rival, los Torrino. Cuando decidí irme para siempre, él se me había acercado.

Me prometió que podía ayudarme a desaparecer con una nueva identidad y que podría seguir con mi trabajo bajo su protección.

Había llegado el momento de que cumpliera su promesa.

En una hora, Dante recibiría la noticia. Accidente aéreo. Ningún sobreviviente.

Miré por la ventanilla de otro avión, uno que iba en una dirección completamente distinta.

Y por primera vez en meses, sonreí.

Una sonrisa. La deuda estaba saldada.
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