Serafina intentaba resistirse, pero no podía moverse; el Velo de Letargo la había dejado sin fuerzas. Sus golpes no hacían nada.El cuerpo de Claudio la aplastaba como si le hubiera caído una roca encima, duro y caliente.Sentía su respiración ardiendo junto a su oído, y era como si el verano entero la envolviera.No podía pensar con claridad. La vista se le nublaba, miraba la puerta, pero se veía tan lejos que parecía imposible de alcanzar.Justo antes de perder la conciencia, en su mente apareció la figura de un hombre vestido de blanco, más puro que el cielo matutino, y escuchó su voz preocupada:—Serafina, despierta...Eso la sacudió.De inmediato abrió los ojos, y, usando toda su voluntad, se clavó una aguja de plata en el abdomen. El dolor la mantuvo despierta, pero igual sentía que no podía más.Si no conseguía el antídoto rápido, en quince minutos caería desmayada.¿Terminaría siendo el “antídoto” del tirano?De repente, la cabeza de Claudio cayó pesadamente en su cuello, como
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