Un terremoto me dejó atrapada bajo los escombros.Ana Sánchez, la obsesión de Juan Castro, mi esposo, también estaba atrapada en otro sector.Yo tenía un brazo aplastado, ya insensible, mientras un dolor insoportable se extendía por mi vientre.Escuché los pasos del equipo de rescate. Como en mi vida pasada, reconocí la voz de Manuel Díaz, el colega de Juan:—¡Jefe! La señal del celular de la señora está aquí.Retiraron los escombros que estaban sobre mí, y el haz de luz de una linterna me golpeó la cara.Manuel apareció, sudoroso pero aliviado.—Señora, no se preocupe. ¡La sacaremos enseguida!Sin embargo, Juan, mi esposo, no estaba preocupado por mí. Su celular de trabajo vibró y contestó sin dudar.Una voz femenina, temblorosa, se coló entre los escombros:—Juan… ¿Dónde estás? Aquí está tan oscuro… Tengo miedo…Imaginé a Ana en su pose habitual: frágil como un pétalo marchito.Juan se tensó, sin siquiera mirarme, y, cuando habló, sus palabras fueron un susurro sedoso, di
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