Los García recibieron el recado de la casamentera del barrio; aunque no les encantó, aceptaron a regañadientes.Esa misma noche llegó a la casa el arreglo de la pedida y María se paseó de punta a punta del pueblo luciendo un reloj de marca.Mis papás, bajo la luz amarillenta de la lámpara de queroseno, contaron billete por billete los mil doscientos pesos.Mi ajuar, en cambio, no pasó de un retazo viejo.Esa noche me quedé cosiendo con la máquina de pedal que mandó la familia García: saqué una camisa y un vestido.María no dejó de soltar veneno a mi lado:—¿Eso es para ti? Hija casada, agua pasada. Si echas a perder la máquina, ¿con qué me va a coser mi mamá mis vestidos nuevos?Corté el último hilo, me metí a mi cuarto y, al ver sus hojas de examen todavía en blanco, sonreí de lado.María no tenía idea de lo que hay que tragarse para entrar a la capital por la puerta grande.En la vida pasada, cuando apenas volvieron a poner examen de ingreso, en el pueblo no había maestros con callo.
Magbasa pa