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Capítulo 3

Author: Zafira
María se rió con descaro al oírlo.

—Julia, no pensé que tu fama de mal agüero llegara tan rápido a oídos de tu marido.

—Mal agüero con salado —bajó la voz—, nacen para estar juntos.

Apreté los puños hasta hacer crujir los nudillos.

Empujado por sus cuates de la infancia, Bruno entró a regañadientes.

Al verlo, María se plantó con los brazos cruzados. Alta y llamativa, siempre destacaba entre la gente.

Pero Bruno ignoró a todos y me miró solo a mí.

De cerca me quedé pasmada: el trazo frío de sus cejas y esa mirada firme superaban a los galanes de revista. Con razón María repetía cada vez que lo mencionaba que, bueno, guapo sí era.

Bruno notó el ramillete idéntico prendido en mi pecho y entendió que habían cambiado a la novia. Frunció las cejas y soltó sin pensar:

—¿Cómo que tú? ¿No se casa conmigo María?

A María ya le hervía la sangre por haber perdido el centro de la escena; al oírlo, respondió sin titubear:

—¿Quién quiere casarse con un soldado raso como tú? Ni te mires al espejo: no te alcanza.

Se alisó las dos trenzas, alzó la barbilla y giró la cara.

El semblante de Bruno cambió: entendió su desliz.

—Dijiste que te casarías con la chica que te salvó —dije en calma—. Esa soy yo.

Bruno se quedó helado, el pecho subiendo y bajando, mirándome con una seriedad extraña, como si hubiera esperado este instante por años.

—Lo sé.

Me tembló la mirada y un presentimiento atrevido me cruzó por la cabeza.

—Perdón… que siga la boda. Sí me caso.

Todos se quedaron aturdidos. Mi suegra entró al quite:

—Se atarantó de la emoción, ¿verdad? ¡Este chamaco, de veras!

De pronto, a Bruno se le desarmó la rebeldía; el rubor le subió del cuello a las mejillas. María torció la boca, soltó un bufido y volvió a su asiento.

El resto de la boda transcurrió sin tropiezos. Casi al final, María insistió en que en el rancho no había condiciones para estudiar y que Bruno debía conseguirle un maestro particular en la ciudad. Él guardó silencio, con el gesto claro de quien no quiere meterse. Mi suegra, en cambio, aceptó de inmediato:

—Si la hija de los consuegros lo pide, claro que ayudamos.

La dejó quedarse y le consiguió cuarto en una casa de huéspedes para que se preparara.

Cuando mis papás se despidieron, me llenaron de encargos:

—No vayas a olvidar la casa —dice mi mamá—. De lo bueno que haya con los García, le traes a tu hermana para que se reponga, no vaya a cansarse.

—Le cocinas las tres comidas y se las llevas. La ropa y lo demás, vienes a lavárselo.

—El examen de tu hermana es asunto serio. Atenderla es tu obligación.

María estaba recostada de lado en la cama, partiendo con los dientes las semillas de girasol que se llevó del banquete, feliz de sí misma.

—¿Oíste? No creas que por casarte con la familia del comandante de zona ya eres la gran cosa. Adonde vayas, me sirves.

Mis papás asentían una y otra vez: que mi hermana tenía razón, que uno no debe olvidar de dónde viene.

Me tragué la rabia y no respondí.

Media quincena me la pasé yendo y viniendo entre la casa de huéspedes y la de mis suegros. A Bruno le dolió verme así y ordenó que la cocinera de la familia llevara la comida. María, delante de la cocinera, estampó un plato contra la mesa:

—Vuelve y dile a Julia que no venga a posar de señora del comandante. Si no hubiera cedido la oportunidad de casarse con Bruno, seguiría pastoreando quién sabe en qué cerro.

Al oírlo, Bruno quiso sacarla de la ciudad y mandarla de regreso al pueblo, pero María le escupió veneno en la cara:

—No te me crezcas, Bruno. A ver si no te mandan a una Zona Militar perdida en la frontera y no vuelves en la vida.

—Tsk. Capaz que te mueres allá y ni quién te recoja.

En la vida pasada, en la ciudad, yo también escuché cosas de Bruno: los álamos del río Bravo y el desierto de la frontera fueron su tumba, y ni sus restos regresaron.

Bruno la miró con odio, temblando de coraje, a punto de soltarle algo. Lo arrastré a casa como pude. Por primera vez, me gritó en la cara:

—¿Por qué te pones de su lado y no del mío?

Me quedé sin palabras. Algo raro se extendió entre los dos.

Aún no era el momento. Había que esperar.

El último día del examen, yo estaba más tensa que María. Si no me equivocaba, la orden de traslado de Bruno también llegaba hoy. María entró al examen como si fuera un desfile y me dejó, al vuelo, su última estocada:

—Julia, después de hoy, quiero ver con qué me presumes.

Mis papás la despidieron con cara de expectación, como si en unas horas el panteón familiar fuera a soltar humo de buena suerte. A mí me sudaban las palmas.

Al darme vuelta, Bruno me llamó desde la otra acera.

Agitaba un sobre manila. El sello rojo de la militar me brincó a los ojos sin aviso.

Se me apretó el corazón.
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