Mi madre se dio la vuelta y entró a la cocina. Sin mirarme, dijo con ese tono suyo, seco pero firme:—No te preocupes. Lo importante ya está resuelto, conmigo las cosas se arreglan.Llorando, la abracé por la espalda.—Mamá, lo siento... debí escucharte. No debí enamorarme de él, mucho menos casarme. Todo es culpa mía. De ahora en adelante haré lo que tú digas.Ella, todavía de espaldas, se secó unas lágrimas a escondidas y me empujó suavemente hacia afuera:—Anda, juega ajedrez con tu papá. Ya basta de lamentos, no me hagas perder tiempo mientras cocino.En ese momento entendí por qué papá siempre había consentido tanto a mamá.Yo la veía como una mujer difícil, que no trabajaba, que vivía del esfuerzo de mi padre y lo regañaba —a él y a mí— por cualquier cosa.Yo, con lo rebelde que era, siempre chocaba con ella. Pero papá... papá la escuchaba en silencio, con una sonrisa mansa, incluso cuando lo regañaba.Ahora sé que, aunque dura de palabras, tenía un corazón blando.Y cuando venía
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