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Capítulo 2

Author: Renata
Sin darme cuenta, ya estaba frente a la casa de mis padres, mirando la entrada.

Los vi asomados a la ventana del segundo piso, observando la calle.

Me escondí en una esquina y las lágrimas se me desbordaron sin control.

En el pasado, mi mamá se opuso con todo a que saliera con Rubén. No solo me regañó, sino que también me pegó.

Hubo un tiempo en que la odiaba tanto que sentía que ya no era mi madre.

Pero el día del incendio, de repente, comprendí lo mucho que me quería.

Cuando las vigas de la casa se vinieron abajo, ella me empujó sin pensarlo para apartarme del fuego.

Y mi padre, sin dudar, me arrojó hacia la puerta... y luego volvió corriendo con mi madre.

Con lágrimas en los ojos me dijo:

—Hija, no puedo dejar sola a tu mamá, se asusta si no estoy. Y no te preocupes por nosotros... tus tías son tus verdaderos padres, nosotros solo te criamos. Mira, lo que tienes que hacer es vivir, seguir adelante.

Pero todas las puertas estaban cerradas, no había salida.

Al final, las llamas nos tragaron a los cuatro.

Y todo por mi culpa, por esa decisión que acabó costándole la vida a mis padres... y yo, que ni siquiera era su hija de sangre.

No tenía el valor para mirarlos a la cara de nuevo.

Apretando contra mí a mi hija, rompí en llanto mientras corría de regreso a casa.

Al abrir la puerta del jardín me encontré con los amigos de Rubén ya acomodando una mesa para seguir bebiendo.

Ese tal Julio, con su chaqueta de cuero y los pantalones acampanados, estaba desgañitándose con la guitarra, gritando más que cantando.

En ese instante, mi hija, apretada contra mi pecho, rompió a llorar a gritos, deshecha en llanto.

Rubén, molesto, me gritó:

—¡Hazla callar ya, me tiene podrido!

Julio, entre risas, soltó:

—¡Carmen, haz algo para picar! Me mata tu estofado, haz bastante.

Y Rubén remató:

—Sí, y prepárale una sopa a Mariana, que tiene que reponerse. Vamos, entra rápido... la nena me está partiendo la cabeza.

Apreté los dientes, sin decir nada, y me llevé a mi hija al cuarto.

***

Rubén tenía un trabajo estable, pero casi nunca iba a la oficina, solo aparecía de vez en cuando.

Eso sí, tenía un talento enorme para la pintura: el mural de la estación del tren del pueblo lo pintó él, y en su momento armó un buen escándalo. A raíz de eso fue que conoció a ese grupo de "artistas".

Pero la verdad es que lo único que hacían era reunirse a cantar y beber en los bares, hombres y mujeres todos mezclados, un puro desorden.

Fue en uno de esos lugares donde Rubén conoció a Mariana, la cantante.

Desde entonces, esos "artistas" se acostumbraron a caer en nuestra casa, a comer y beber gratis, tratándome como si fuera su sirvienta.

Yo me quejaba, pero él solo me decía:

—Tú no entiendes de arte. Con ellos tengo una conexión de verdad, compartimos el alma. Esto lo hago por el bien de la familia. Cuando sea un gran pintor, vas a vivir rodeada de lujos.

Antes, porque lo amaba y soñaba con tener una vida a su lado, me tragaba todo.

Pero ahora ya no pienso seguir soportando esta humillación.

Fui a la cocina y, sin ganas, puse a hervir unos fideos. Serví un solo tazón y me lo llevé conmigo al cuarto.

Ellos esperaron un buen rato y, al ver que no sacaba nada, Rubén entró.

Cuando me vio comiendo sola, furioso, agarró el tazón y lo estrelló contra el piso.

—¡Ah, sí! Con tal de llenarte la panza, ¿no? ¿Y nosotros qué, los que estamos afuera muertos de hambre?

Mientras trataba de calmar a mi hija, que lloraba desconsolada, lo miré fijo y le solté, con voz fría y seria:

—Rubén, mañana nos vamos a divorciar. Ya no tengo ninguna obligación de atenderte.

Él se quedó callado un momento. Desde que empezamos nunca me había escuchado hablarle tan en serio.

Parecía darse cuenta de que algo no andaba bien, y hasta bajó el tono:

—¿No habíamos quedado en que cuando Mariana tuviera al bebé nos casaríamos? No es un divorcio de verdad...

Antes de que pudiera decir nada, el grupo irrumpió en la casa, echando más leña al fuego.

—¿Qué pasa, ahora te pones en ese plan? ¿No nos quieres aquí? ¡Pero no nos vas a venir a hacer mala cara! Rubén, ¿y tú qué? ¿No sabes controlar a tu mujer? ¡Cobarde!

Mariana, con los ojos llenos de lágrimas y haciéndose la víctima, dijo:

—No es que ella no los quiera a ustedes... es que no me quiere a mí. Esta casa ya no me aguanta, Rubén. No dejes que esto nos separe. Voy a abortar al bebé.

Rubén, siempre pendiente de lo que dijeran los demás, no aguantó más y, delante de todos, me largó una bofetada.

Me tumbó de la silla y, con el golpe, mi hija se desplomó en el suelo, llorando con todo su ser.

Con el corazón en la garganta, me agaché para alzarla. Su carita estaba roja, encendida.

Sentí que la angustia me partía.

—Rubén, la nena está mal. Voy a llevarla al hospital.
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