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Capítulo 3

Author: Natalia Eugenia
María regresó sola a casa, en donde empezó a empacar sus cosas. No tenía mucho, y como no llevaba demasiado tiempo casada con Robert, las pocas cosas que había comprado para la casa eran mínimas, así que con una maleta mediana le alcanzó a empacar todo.

Cuando terminó, se quedó de pie en la amplia sala de estar de la mansión, mirando la maleta y tocándose el estómago, sintiendo como un sentimiento de soledad la invadió de la nada.

Sabía que ese lugar no era su hogar, que solo era una visitante y que en algún momento tendría que irse. Lo único que le preocupaba era su hermana, que seguía en el hospital, y que, sin dinero, podría no resistir ni un solo día.

De repente, la puerta principal se abrió de golpe, y María se apresuró a guardar su celular.

Robert entró rápidamente, y al ver a María de pie con una maleta, la agarró de la muñeca con fuerza.

—¿Qué te pasa, boba? ¿Qué hiciste para que tengas que huir así?

María estaba completamente confundida, no entendía qué había hecho para provocar a Robert. Pero, al pensar que se iría, no pudo evitar sentirse un poco culpable. Por lo que, sin perder tiempo, sacó su teléfono y escribió:

«Estaba aburrida. Así que decidí sacar un poco de mi ropa vieja para donarla».

Robert no sospechó nada, pero se puso aún más furioso:

—Nahia está en el hospital con gastroenteritis aguda porque se comió el pollo picante que le diste. ¿Y tú estás aquí, jugando a ser una santa paloma? Si fuiste tú quien la metió en el hospital, lo mínimo que deberías hacer es ir y cuidarla hasta que le den el alta.

María se quedó helada. ¿Cómo que ella había sido la que había mandado a Nahia en el hospital? Para empezar, ¿en qué momento le había dado pollo picante a Nahia?

Quería defenderse, pero, antes que pudiera escribir algo en su teléfono, Robert la arrastró y la metió en el coche a la fuerza.

Durante el trayecto, María intentó explicarse, pero Robert no estaba interesado.

Pronto se dio cuenta de que la verdad no importaba en absoluto. Robert solo quería usar esa excusa para ponerla en su lugar, para hacerle entender que, para él, ella no era más que una simple empleada.

María sonrió con amargura. Robert era sumamente cruel al obligarla a cuidar de su exnovia.

Cuando llegaron al hospital, Robert estacionó y le dijo a María que entrara primero a la habitación.

Nahia ya sabía para qué había ido María, y con una falsa sonrisa dijo:

—Lo lamento tanto, no quería que vinieras a cuidarme. Le dije a Robert que no hacía falta, pero él no dejaba de insistir.

Esas palabras llegaron a los oídos de María, causándole un punzante dolor en el pecho. María forzó una sonrisa débil y luego se giró para servirle un té a Nahia.

La bebida aún estaba hirviendo, por lo que, cuando María le pasó el vaso, intentó advertirle que tuviera cuidado. Sin embargo, Nahia, temblando, derramó el contenido, tras lo cual soltó un alarido de dolor.

María se asustó y rápidamente intentó llevarla al baño para enfriar su mano con agua fría. Fue en ese momento cuando una sombra entró rápidamente por la puerta.

No sabía cuánto tiempo había estado allí, pero Robert llegó a toda prisa, y, viendo la mano de Nahia al rojo vivo, exclamó, enojado:

—¿Pero qué carajos pasó aquí?

María estaba a punto de explicarse cuando Nahia comenzó a llorar.

—Yo... le pedí que me trajera un poco de té, pero ella se puso brava y me lo echó sobre la mano. ¡Estaba hirviendo! ¡Me duele muchísimo, Robert! ¡Dios mío...!

María abrió los ojos como platos. Claramente no había sido así. Intentó explicarse, defenderse, pero cuanto más lo intentaba, menos podía hacer que la entendiera.

Robert la miraba con furia, con sus ojos llenos de odio clavados en ella. De pronto, se levantó y le dio una fuerte cachetada.

La fuerza fue tal que María quedó completamente atónita, y su piel pálida se tornó roja como un tomate.

Sin embargo, eso no fue todo. Un segundo después, Robert la agarró por el cuello y la obligó a arrodillarse frente a Nahia.

—Pide disculpas, maldita muda, y rápido.

María sentía un dolor inmenso y mucha injusticia. Las lágrimas caían sin control, y su boca se abría intentando gritar, buscando defenderse.

Cuanto más mostraba su desesperación, más enfurecía a Robert, por lo que terminó presionándole la cabeza contra el suelo, mientras decía:

—Si la muda puede hablar para disculparse, al menos sabrá arrodillarse.

María trató de levantar la cabeza, pero él se lo impedía.

Ella se clavó las uñas en la palma hasta sangrar, pero lo que más le dolió fue su corazón.

No tenía problema con arrodillarse ante Dios y ante sus padres, pero nunca imaginó que un día su marido la obligaría a arrodillarse frente a la ex de él.

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