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Capítulo 4

Author: Natalia Eugenia
María se golpeó fuerte contra el suelo.

—Déjala, déjala. —escuchó que decía Nahia—. ¿Para qué le haces todo eso? Suéltala ya, pobrecita.

La obligaron a arrodillarse, mientras Nahia seguía fingiendo ser una buena persona.

Robert escuchó a Nahia y, sin mostrar preocupación, dejó a María a un lado, y abrazó a Nahia para llevarla con el médico.

La mano de Nahia estaba bastante quemada, pero cuando el doctor comenzó a atenderla, ella apretó los dientes, evitando que una lágrima cayera. Estaba a punto de llorar, pero no lo hizo, lo que hacía su expresión fuera aún más dolorosa.

Cuando María se acercó a la sala de urgencias, escuchó a Robert hablar en voz baja:

—Tranquila, voy a hacer que esa inútil pague por todo esto.

—Es tu esposa, no deberías dañar tu relación por mi culpa —respondió Nahia, secándose las lágrimas. Cuanto más mostraba su «gran generosidad», más le dolía a Robert.

Él pensaba que María sentía celos, y que había hecho todo aquello a propósito. Pensando en esto, se levantó, listo para ir a buscarla y hacerla pagar, pero, cuando se dio cuenta, la vio parada en la puerta, observándolos en silencio.

María sacó su celular y se lo entregó a Robert. En una nota en su teléfono había explicado claramente lo sucedido, esperando que él leyera su versión de los hechos.

Pero Robert, furioso, ni siquiera la miró, levantó la mano y tiró el celular al suelo, el cual golpeó el suelo rompiéndose en mil pedazos.

María se quedó paralizada de miedo, por un momento. Pero, cuando recuperó un poco la compostura y quiso recoger su celular, Robert la agarró con fuerza por el cuello de la camisa y la empujó contra la pared.

Su cuerpo frágil era como un avión de papel en las enormes manos de Robert, por lo que no pudo poner resistencia.

María lloraba desconsolada, desesperada, rogando por piedad. Pero él no la escuchaba. Se acercó más a ella, y su voz graba y sombría resonó junto al oído de ella:

—¿Quieres saber cómo se siente que te echen agua hirviendo?

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de María, quien, temblando de medio, hizo todos los gestos posibles para implorarle que la «perdonara».

Robert solo sonrió, y, sin más, la arrastró hacia el baño, la metió en la ducha y abrió el agua caliente.

El agua no estaba tan caliente como para quemarla, pero sí lo suficiente como para que sintiera como si la estuvieran despellejando viva. María trató de esquivarla, aterrada y llorando, mientras el agua la golpeaba con fuerza, mientras Robert observaba su sufrimiento sin mostrar ni la más mínima compasión. De hecho, parecía disfrutarlo.

Al final, cerró el agua y miró a María acurrucada en un rincón, temblando de frío y dolor.

—Acércate, desgraciada. ¡Rápido! —le ordenó.

María tembló, sin moverse de su sitio.

Robert, disgustado, agregó en un tono amenazante:

—Te consiento demasiado, ¿cierto? Por eso te has vuelto así. Tal vez deba quitar el dinero para la operación de tu hermana para que entiendas cuál es tu lugar.

Al escuchar lo de su hermana, María levantó la cabeza de inmediato. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, y el miedo y la desesperación la invadían. Se arrastró hasta Robert, jalándole la ropa, y suplicándole.

No obstante, Robert no mostró más que una sonrisa cruel.

Al ver que él no respondía, María se inclinó hacia el piso, golpeando su frente contra el suelo con fuerza.

Cada golpe era violento, y en poco tiempo el suelo se manchó de sangre.

La mirada de Robert cambió un poco, antes de tomarla por la cara, obligándola a levantar la cabeza.

—Te lo advierto por última vez, no te acerques a Nahia. No te mereces ni atarle los zapatos.

María asintió con miedo, con el rostro cubierto de lágrimas y sangre.

No se atrevió a decir ni una palabra en su defensa, temiendo que Robert realmente le hiciera algo a su hermana.

Al ver que no hacía nada más Robert se dio la vuelta y se marchó.

María permaneció arrodillada un buen rato, con la espalda curvada y encogida en una bola. Ni siquiera podía llorar en voz alta, todo el sufrimiento se lo tragaba en silencio, enterrado en su pecho.

En ese momento, solo había una cosa en su mente: tenía que irse cuanto antes.

¡No podía quedarse ni un minuto más!

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