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Capítulo 10

Author: Diego Lunar
Del otro lado de la línea, Félix se quedó mudo unos segundos. Luego, explotó en cólera:

—¡Maldito! ¿Qué diablos haces en mi casa?

—Isabella bebió demasiado. Solo la vine a dejar —respondió Eduardo con calma.

—¡No me importa lo que digas! —gritó Félix fuera de sí—. ¡Sal de ahí ahora mismo o juro que llamo a la policía!

—¿Estás loco o qué? —replicó Eduardo, seco—. Si no tienes nada importante, deja de fregar. Isabella está durmiendo y necesita reponerse. Le voy a silenciar el celular.

Y le cortó la llamada sin darle chance de decir más.

Félix apretó el celular con fuerza.

Los ojos le ardían, la cara totalmente desfigurada por la rabia. Estaba temblando del coraje que tenía.

***

A la mañana, unos golpes tercos en la puerta lo sacaron del quinto sueño.

—¿Quién toca? —murmuró, con la voz todavía pegada y los ojos entreabiertos.

—El alquiler, joven. Ya se pasó la fecha —dijo la voz chillona de la casera.

—Sí, sí, ahorita mismo bajo a pagarle —respondió, intentando disimular el sueño.

—¡Ya veremos! —refunfuñó la mujer mientras se alejaba por la escalera—. Todo el día echado, como si nada. De vago en vago. Con esa vida, ¿cómo no te iba a dejar la mujer?

Eduardo se talló los ojos. Un hilo de luz débil se colaba por la ventana: ya era la hora del almuerzo.

—¡Rayos! ¡Se me hizo tardísimo para el trabajo! —exclamó, dando un brinco de la cama.

Pero enseguida se detuvo. Sonrió con amargura: ¿Trabajo? Si ya había decidido renunciar.

Abrió la cortina de golpe, y la luz del sol le dio en la cara. El golpe de la cruda le llegó directo.

Echó un vistazo a su alrededor: paredes con manchas de moho, techo despintado, y un tufo a encierro.

Todo era un mundo de diferencia con el lujo, el brillo y el alboroto de la noche anterior, que hasta parecía una película.

Se metió la mano al bolsillo y solo encontró cien dólares pelados. Ni siquiera le daba para cubrir el alquiler.

Por un instante, sintió un nudo en la garganta.

Si anoche hubiera aceptado alguna de las ofertas de esas mujeres, otra cosa sería su vida.

Pero enseguida se dio una suave bofetada, lleno de rabia contra sí mismo.

"¡Eduardo, pendejo! ¿No eras tú el que tenía el gran sueño? Si te caes por una tentación tan mínima, entonces no tienes cara para hablar de ideales."

Levantó la cabeza y tomó aire hondo: "Ahora estoy jodido, sí... pero ya van a ver, un día de estos todos ustedes me van a rendir cuentas."

Con esa rabia convertida en determinación, se sirvió un vaso de agua, prendió el celular y empezó a revisar los mensajes.

Ahí estaba: una publicación nueva de Mariela.

Sonreía en una selfie impecable, con el gafete de identificación colgando del cuello y una oficina moderna de fondo. Ya era parte oficial de la gente de administración de Vitalis.

El texto decía: "¡Al fin lo logré! Gracias a todos los que me apoyaron. Ahora a darle con todo."

Y abajo, le cayó un montón de comentarios:

"¡No manches, Mariela, qué subida tan rápida!"

"Tu oficina está de lujo, ¡qué envidia!"

"Ahora sí, la mera ejecutiva. ¿Habrá que sacar cita para que nos peles?"

Ella respondía a todos con ese aire de superioridad disimulada: "Mil gracias por sus palabras. Cuando se desocupen, organicemos algo, yo corro con todos los gastos."

El tono era de una satisfacción tan obvia, que se le desbordaba por los poros y por las palabras.

Eduardo soltó una risa amarga y cerró la aplicación.

Pero antes de bloquear la pantalla, se topó con un mensaje sin leer. Era un texto larguísimo de Mariela.

"Eduardo, gracias por haberme soltado, fue la mejor jugada. Gracias a eso estoy donde estoy. Te deseo lo mejor, pero un consejo de buena fe: ya no le busques. En Vitalis, tu lugar ya está ocupado. No gastes tu saliva y tómate otro camino. Esta es la última vez que te molesto con esto. Ahí te ves."

El mensaje tenía ese tono condescendiente, casi arrogante, de quien se siente por encima de ti.
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