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Capítulo 4

Author: Diego Lunar
—Quiero que te acuestes con Isabella —dijo Gerardo, sin rodeos—. Grábalo todo y me entregas el video. El jefe de la sede central lo pidió personalmente.

—¿Qué? —Eduardo se quedó en shock.

"¿El jefe quiere que seduzca a Isabella y grabe el encuentro? ¿De qué demonios está hablando?"

—¿Quién es él? ¿Por qué me pide eso? —preguntó, incrédulo.

—¿Y a ti quién te dio permiso para preguntar? —replicó Gerardo, con tono autoritario—. Haz lo que te digo y te aseguro ascenso y dinero.

Eduardo frunció el ceño. Todo su cuerpo se tensó de incomodidad.

Más allá de que eso rozaba lo ilegal, su conciencia nunca se lo permitiría.

—No voy a hacerlo.

—¡Pero es la oportunidad de tu vida! —exclamó Gerardo, entrecerrando los ojos con fastidio—. Isabella no es cualquier mujer. Tiene dinero, contactos, poder... y está buenísima. Si logras llevártela a la cama, habrás ganado la lotería. ¿Cómo no lo entiendes?

Eduardo inhaló profundamente, su rostro tenso.

—Eso no tiene nada que ver con el trabajo. No voy a vender mi dignidad por un ascenso, ni por todo el dinero del mundo.

Gerardo lanzó una carpeta contra el escritorio, fuera de sí.

—¿Dignidad? ¿Cuánto vale eso, eh? Escúchame bien, Eduardo. Si no haces lo que te digo, hoy mismo te vas del equipo.

Eduardo apretó los dientes, lleno de rabia.

—Sigo en periodo de prueba y no he hecho nada malo. No puedes echarme así, sin más.

Gerardo soltó una carcajada seca.

—Trabajas bajo mi mando. Si yo digo que no sirves, no sirves. Y si el jefe de arriba se entera de que te negaste, ¿crees que seguirás teniendo un lugar en Vitalis?

Eduardo bajó la mirada, conteniendo la ira, sintiendo una creciente desesperación. Por primera vez desde que se graduó, sintió el peso sucio del mundo real.

Pero en su familia, los Rivas, había una regla de oro: jamás vender el alma por dinero.

Podía ser pobre, pero no miserable.

—Entonces renuncio —dijo al fin.

—¿Vas a seguir con esa pose de santo? —bufó Gerardo—. El mundo real es un pantano, muchacho. Aquí nadie sale limpio.

—Tal vez. Pero no pienso hundirme contigo —respondió Eduardo, firme.

—¡Idiota! ¡Estás loco! —bramó Gerardo.

El grito atrajo a una de las empleadas, que entró con tono suave para calmarlo.

—Tranquilo, jefe, no se altere —dijo, posando una mano en su pecho con dulzura.

Gerardo, todavía rojo de furia, señaló a Eduardo con el dedo.

—Eres un creído. Gente como tú está destinada a fracasar, y nunca vas a salir del fondo. Eres una basura para el sistema.

Eduardo dio media vuelta, dispuesto a irse, pero se detuvo. Lo miró de frente.

—¿Y si algún día tengo éxito?

Gerardo soltó una carcajada grotesca.

—¡Si tú llegas a tener éxito, te juro que me arrodillo y te llamo papá!

—Recuerda tus palabras —dijo Eduardo, apretando los dientes.

En ese momento, sonó el teléfono del escritorio. La empleada contestó.

—Jefe, una clienta está en recepción. Pregunta por Eduardo.

—¿Qué clienta?

—Isabella Cruz.

Gerardo se recompuso al instante.

—Eduardo, aunque ya te vayas, cumple con tu deber hasta el último minuto.

—No hace falta que me lo recuerdes —respondió Eduardo, saliendo del despacho.

En la recepción, Isabella ya lo esperaba.

Llevaba un vestido ajustado al cuerpo, con una abertura alta que dejaba entrever sus piernas largas y tonificadas.

Encima, un blazer blanco que realzaba su porte elegante.

El maquillaje era suave, casi imperceptible: delineado fino, pestañas curvas y labios rojo mate que contrastaban con su piel clara.

Unos pendientes dorados con flecos se balanceaban con cada movimiento de cabeza.

Era la definición misma de una mujer poderosa.

Eduardo se acercó, tratando de disimular la sorpresa.

—Isabella, no esperaba verte por aquí hoy.

—Pasaba cerca y quise saludarte —respondió ella, con una sonrisa llena de picardía.

Los compañeros de Eduardo se miraron entre sí, cuchicheando con envidia.

Eduardo se ruborizó al instante.

Isabella soltó una risa ligera.

—Tranquilo, es una broma. Me dijiste que había nuevos productos, vine a verlos.

—Ah, cierto, claro... —dijo él, rascándose la cabeza. En medio del lío con Gerardo, se le había olvidado por completo.

—Por aquí. Te los muestro.

—Perfecto —respondió ella, siguiéndolo.

Caminaba con paso firme, la espalda recta y la falda moviéndose al compás de sus caderas.

Cada uno de sus gestos desprendía una elegancia natural, una sensualidad que parecía al mismo tiempo calculada y espontánea.

Eduardo hizo un esfuerzo por concentrarse en el trabajo.

Durante más de media hora le explicó cada detalle de los nuevos productos. Isabella lo escuchó atentamente, haciendo preguntas precisas.

Finalmente, firmó el pedido.

—Voy a salir un momento —dijo ella, guardando el contrato en su bolso—. Envíame todo a casa esta noche.

—Por supuesto.

Ella lo recorrió con la mirada, de arriba abajo.

—Dame la mano —ordenó de repente.

—¿Perdón?

Sin esperar respuesta, le tomó la mano y dejó algo en su palma.

Eduardo sintió su piel tibia y suave... un escalofrío recorrió su cuerpo.

Miró: era una pequeña tarjeta negra, del tamaño de un pulgar.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Isabella arqueó una ceja, divertida.

—Es mi llave de acceso. Con esta puedes entrar cuando vayas a dejar el pedido.

—No puedo aceptarla...

—¿Quién dijo que te la estoy dando? —respondió ella, rodando los ojos con una sonrisa coqueta—. Simplemente no estaré en casa. La empleada se fue al pueblo, y necesito que entres, dejes los productos y dejes la tarjeta ahí.

—Ah, claro —respondió él, rascándose la nuca. No entendía bien por qué, pero una sensación extraña, como una punzada de vacío, lo invadió.

—Nos vemos entonces —dijo ella, despidiéndose con un movimiento de cadera que dejaba un rastro de perfume caro...

Cuando ella se fue, Gerardo apareció otra vez.

—Eduardo, lo vi todo —dijo con una sonrisa torcida.

—¿Ver qué?

—La forma en que te miró, muchacho. Esa mujer te quiere devorar vivo —rio, con tono obsceno.

Durante toda la escena había estado observando desde lejos.

Y lo que vio le confirmó algo: en los ojos de Isabella, solo existía Eduardo, y ella, definitivamente, tenía algo en mente.
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