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Capítulo 3

Author: Diego Lunar
Eduardo sintió que algo no iba bien. Se levantó, todavía en pijama, y fue a abrir la puerta.

—¿Qué pasa?

—Vine por mi título de graduación —dijo Mariela.

Llevaba un traje sastre que le quedaba perfecto, resaltando sus curvas como siempre. Entró sin pedir permiso y empezó a revolver cajones y estantes.

Félix la había recomendado para un puesto en la sede central de Vitalis, y esa mañana planeaban ir juntos a firmar su contrato.

Anoche, mientras empacaba, se dio cuenta de que no encontraba el título. Seguramente lo había dejado olvidado cuando se mudó.

Sin él, no podría completar el trámite, así que decidió pasar por el apartamento de Eduardo antes de ir a la empresa.

Para evitar un enfrentamiento, dejó a Félix esperando en el auto, abajo.

—¿No lo escondiste tú? —preguntó, frustrada, después de buscar sin éxito.

—¿Tú crees que tengo tanto tiempo libre? —respondió él, medio dormido, sentado al borde de la cama.

—Entonces, ¿por qué no aparece?

Eduardo suspiró con una media sonrisa.

—La última vez lo metiste debajo del armario cuando estabas ordenando ropa. ¿Ya se te olvidó?

Mariela se quedó pensativa, se agachó, abrió la puerta del mueble... y ahí estaba el diploma, intacto.

No, Eduardo no había tocado nada.

—Te culpé a lo tonto —dijo, tomando el documento. Al ver la pequeña etiqueta que él le había puesto tiempo atrás, una punzada de nostalgia le atravesó el pecho—. Eduardo, todavía siento algo por ti.

—No empieces con eso —respondió él con una risa fría, señalando la puerta—. Toma tus cosas y vete.

—Eduardo —dijo ella, poniéndose seria—, yo solo quiero una vida mejor. Ojalá no me odies por eso. Sé que te dolió lo nuestro. A mí también me duele, pero hay que ser realistas. Somos adultos. El amor, sin una base sólida, no dura. Me queda media hora y aunque ya no pueda estar contigo, puedo... compensarte.

Dejó el bolso en el suelo y se acercó a la cama.

Cualquiera habría entendido a qué se refería.

Eduardo solo pensó que era absurdo.

¿En qué momento se había convertido ella en esta mujer?

—Félix me está esperando abajo —añadió, sentándose junto a él y apartándose un mechón de cabello—. ¿Entonces qué, decides ya?

Eduardo corrió la cortina y miró por la ventana del segundo piso. El auto de Félix estaba justo debajo.

Con la ventanilla baja, fumaba con calma, distraído con el celular.

—No me interesa —dijo Eduardo, seco.

—Eduardo...

Mariela se inclinó de pronto y lo besó.

Él intentó apartarla.

—¿Qué te pasa? —preguntó, con voz firme.

—Fuiste mi primer amor —susurró ella—. Hasta para terminar... deberíamos tener un cierre. Te doy esta última oportunidad. Tal vez no volvamos a vernos.

La coraza de Eduardo se resquebrajó.

Por más que ella se hubiera pasado de la raya, cuatro años de recuerdos pesaban.

El pequeño apartamento, los días de alquiler compartido, las risas, los sueños baratos... todo volvió de golpe.

—Eduardo —repitió ella, buscándolo.

La ventana estaba abierta y las voces se escapaban hacia la calle.

Félix frunció el ceño al escuchar el gemido ahogado de Mariela desde arriba.

"¿Otra pelea con ese tipo?", pensó, marcando su número.

Mariela, entre jadeos, rechazó la llamada.

Desde el auto, Félix gritó:

—¡Mariela! ¿Ese idiota te está molestando? ¡Subo ya!

Mariela se tensó y, haciendo un gesto a Eduardo para que se detuviera, devolvió la llamada.

—No subas. Estoy... negociando con él —dijo, tratando de que su voz no temblara.

Colgó enseguida.

Félix, al oír esto, se calmó y volvió a mirar su celular, sin darle más importancia.

Media hora después, en el dormitorio,

Mariela se incorporó con el cabello revuelto y miró a Eduardo con un dejo de ironía.

—¿Ahora soy otra novia para ti, ni un poquito de compasión por mí?

Eduardo no contestó.

Ella suspiró y fue al baño a arreglarse.

Poco después, bajó con el diploma en la mano.

Eduardo se asomó por la ventana y la vio correr sonriente hacia los brazos de Félix.

Él levantó la vista, lo vio y le mostró el dedo medio.

—¡Adiós, idiota! —gritó entre risas antes de arrancar.

Eduardo los miró hasta que el auto dobló la esquina.

La provocación de Félix no le movió un pelo.

Ya no amaba a Mariela. Lo de hace un rato no había sido más que un impulso, una reacción física.

Solo sentía un leve vacío.

El amor de estudiantes había sido limpio, casi ingenuo. Pero después de graduarse, todo cambió.

Quizá Mariela aún lo quisiera, pero amaba más el dinero.

Por dinero y por un futuro, había sido capaz de dejarlo todo. Mujeres como ella abundaban.

¿La culpable era Mariela... o él, por no haber querido ver la verdad?

En ese instante, Eduardo comprendió que su juventud se había ido. Ya no podía permitirse seguir siendo el mismo, debía cambiar, crecer, dejar atrás esa versión débil de sí mismo.

Haría valer su talento. Se convertiría en alguien capaz de mover piezas con solo levantar la mano.

"Gracias, Mariela, por empujarme a crecer", pensó.

Con ese pensamiento, su objetivo se volvió claro.

Venía de una familia de médicos, y desde pequeño había tenido ventajas que pocos podían tener.

A los cinco ya hojeaba manuales de medicina; a los ocho hacía consultas en casa. Su familia guardaba recetas tradicionales valiosas.

Pero el entorno era clave: solo en un lugar más grande su talento tendría espacio para crecer.

Primero, debía hacer despegar sus números. Solo con buenos resultados lo contratarían de forma fija, y podría pedir un traslado a la sede central de Vitalis.

Allí tendría la oportunidad de pelear por riqueza, prestigio... y por mujeres más hermosas y elegantes que Mariela.

Iba a conquistarlo todo.

Después de soñar en grande, tuvo que regresar a la realidad.

Ya no podía dormir, así que se duchó y salió hacia la oficina.

Para su sorpresa, Gerardo también había llegado temprano. Apenas lo vio, lo llamó a su despacho.

—Eduardo, ¿cómo vas con Isabella? —era la tercera vez en la semana que le hacía la misma pregunta.

Esa pregunta siempre le había sonado rara.

—La relación con la clienta va bien —respondió.

La última vez que Gerardo le dijo que su "siguiente objetivo" era Isabella, Eduardo había dejado claro que solo mantendría una relación profesional.

Y pensaba que lo estaba cumpliendo.

—Tienes que apurarte. Tu pasantía está por terminar. Si Isabella no te da un empujón, dudo que te contraten —resopló Gerardo, fastidiado—. Está bien, te echaré una mano.

Le lanzó un fajo de documentos.

—Aquí tienes información sobre Isabella. Te puede servir.

Eduardo los tomó. Había de todo: trayectoria, fecha de nacimiento, hábitos, gustos, círculo de contactos...

Gerardo encendió un cigarro y, entre bocanadas, añadió:

—Realmente quiero que te lleves bien con Isabella.

Esas palabras sonaron demasiado cargadas.

A Eduardo le olió raro. ¿No se suponía que solo debía "mantener a la clienta"?

Ahora había documentos, insinuaciones... ¿Qué estaba buscando Gerardo?

Era nuevo en este juego y no entendía bien las indirectas. Decidió ir directo al grano.

—Jefe, dime claro: ¿qué quieres que haga?

Gerardo soltó una risita y, tras pensarlo un segundo, dijo:

—Te lo diré sin rodeos. Un directivo de arriba me dio una tarea. Y tú eres el indicado para cumplirla.

—¿Qué tarea?

Gerardo bajó la voz, casi en confidencia:

—Necesito que te acerques a Isabella... y que me consigas un video.

—¿Un video de qué? —preguntó Eduardo, desconcertado.

—No te hagas el inocente —Gerardo sonrió con malicia—. ¿De qué crees?

Se llevó el cigarro a los labios y, con una mirada sugestiva, miró hacia la entrepierna de Eduardo.
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