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Capítulo 8

Author: Diego Lunar
Eduardo salió del salón privado, y se quedó sin palabras.

En algún momento, habían llegado unos meseros nuevos. Llevaban solo pantalones blancos ajustados, sin camisa. Los torsos les brillaban bajo la luz: puros músculos, peinados impecables, un toque sutil de maquillaje.

Eran jóvenes, atractivos, seleccionados con cuidado.

Uno de ellos estaba bailando en el centro del salón, aferrado a una barra metálica, moviéndose con una sensualidad descarada.

—¡Así no se baila, le falta chispa! —gritó Laura, levantando un par de botellas de cerveza.

Se acercó riéndose y le vació una encima de la cabeza al chico.

La espuma escurría sin prisa por su cuello, el pecho marcado, el abdomen firme, empapando el pantalón hasta dejarlo pegado a la piel.

—¡Ahora sí, carajo! —exclamó Laura entre risas, alzando la botella vacía como un trofeo.

El brillo de sus joyas destellaba con la luz del techo, dándole un aire a reina caprichosa.

El joven se arrodilló frente a ella y, con esa sonrisa pícara, lamió la cerveza que le resbalaba por el cuerpo.

Entonces, Eduardo lo entendió todo: esas mujeres solo eran amables con él por Isabella. Lo que realmente estaban mostrando ahora era su verdadera cara.

Estaban acostumbradas a mover los hilos, a comprar y a tratar a la gente como si fueran de su propiedad. Eran las dueñas del circo.

—¡Quiero cantar! —dijo Verónica de repente, con su tono elegante y autoritario.

—¡Ya basta de baile! —ordenó Laura, haciendo un gesto con la mano—. ¡Ya, que la atiendan!

—¡A la orden, mi reina! —contestó al instante el mesero vestido de blanco.

Se acercó de rodillas hasta los pies de Verónica, le hizo un ligero toque en la manga, y ella, ni corta ni perezosa, se sentó sobre su espalda con la mayor naturalidad.

Otro muchacho, postrado también, le entregó un micrófono mientras seleccionaba una canción en el iPad.

Verónica, con ese aire de superioridad en la mirada, se acomodó sobre el hombre como una reina, dejando claro quién mandaba. Enseguida, su voz melodiosa y poderosa inundó todo el salón.

Toda la sala se quedó muda, con los ojos clavados en ella.

Los meseros se deshacían en aplausos y vítores, exagerando su admiración, como un séquito que adora a su soberana.

Eduardo apenas podía procesar lo que veía.

Eran puros chavos, no mucho más grandes que él. Algunos, seguro, ni siquiera terminaron la prepa.

Y ahí estaban, usando sus cuerpos, tragándose la dignidad para sobrevivir.

Sintió un nudo en el estómago, una mezcla rara de compasión, fastidio... y pura rabia.

Isabella le dio una palmadita en el hombro, sonriendo con total naturalidad.

—¿Te chocó lo de mis amigas?

—No... —balbuceó Eduardo—. Isabella, si no hubiera venido hoy, ¿tú también...?

Ella sonrió tranquilamente.

—Claro que sí. También me habría sumado al juego.

Eduardo agachó la cabeza. Estaba decepcionado, aunque no podía explicarse ni por qué.

—No te hagas ideas —dijo ella, acercándose—. Es solo un desahogo, nada más. Mis amigas tienen salidas raras, pero tienen sus límites. Jamás se meterían a la cama con esos chicos.

Le acercó los labios al oído y le susurró, con un tono íntimo y bajo:

—Primero, porque les da asco verlos sucios... y segundo, porque no les llegan ni a los talones.

Eduardo asintió, algo perdido. De pronto, se dio cuenta: las amigas de Isabella jugaban en otra liga.

Las tipas ricas que se iban de juerga a los bares eran puras aburridas con ganas de morbo; ellas, por otro lado, eran la mera crema, las que se daban el lujo de jugar sin mancharse las manos.

Isabella sirvió de golpe dos vasos de whisky.

—Eduardo, ven, hagamos un brindis.

Él tomó su vaso y miró a los hombres de rodillas que seguían sirviendo y sonriendo con alegría.

—¿A poco yo también tengo que tomar de rodillas? —preguntó, tratando de bromear.

Isabella soltó una carcajada.

Isabella se echó a reír a más no poder. Su mano se apoyó suavemente en el hombro de Eduardo, riendo sin control.

—Nunca te había oído tan gracioso, Eduardo.

—Es que antes no me atrevía a tanto contigo —respondió él, con una sonrisa de lado.

—Pues ya ves que sí —dijo ella, moviéndose un poco más cerca.

Sus piernas se encontraron justo debajo de la mesa.

Isabella levantó la mirada, sus ojos brillaban en la penumbra.

—Entonces, ¿vamos a ser más cómplices de ahora en adelante? ¿Qué te parece? ¿Así ya te atreves a más? —susurró, con una sonrisa que le quitó el aliento.
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