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Capítulo 7

Author: Diego Lunar
—¿Presentarle novia? —Laura se dio un golpecito en el pecho—. ¿Te sirvo yo?

—¡Basta ya! —Isabella le lanzó una mirada divertida y curvó los labios—. Eduardo está soltero y acaba de dejar la empresa. Necesita un trabajo decente. ¿Alguna de ustedes puede ayudarlo?

—Isabella, yo... —Eduardo se quedó en blanco.

Por fin entendió lo que ella quería hacer: lo había traído para tenderle una mano.

—Si es para buscar trabajo, ¡dilas sin rodeos! ¿Para qué aclaras lo de soltero? Ya me habías dado alas —dijo Laura, directa como ella sola—. A ver, muchacho, vente de chofer conmigo.

—Esto no es decente para alguien recién graduado —intervino Isabella—. Está en edad de romperse el lomo y crecer.

—Que se venga a mi empresa —propuso Verónica—, allí tiene estabilidad y buenos beneficios.

—Eduardo, Isabella ya me había hablado de ti —añadió Susana, con tono sereno y profesional—. Si es el mismo sector, en el Grupo Biorex podrías encajar mucho mejor.

Eduardo respiró hondo. De pronto, todo le pareció absurdo.

Lo que para la gente común cuesta años de esfuerzo y sacrificio —un puesto, una oportunidad—, para estas mujeres de élite era casi un juego, algo que se movía con un chasquido de dedos.

Esa distancia de mundos le dejó una mezcla de asombro y desazón.

—De todas, la más sensata es mi querida Susana —bromeó Isabella, tomándola del brazo—. A ver, ¿qué puesto le ves?

—Un momento —Eduardo se puso de pie, serio—. De verdad me alegra conocerlas, pero quiero ganarme el trabajo por mi cuenta. No quiero deberle favores a nadie.

Hizo una leve reverencia.

—Agradezco mucho la intención.

Hubo un silencio breve. Cualquiera en su lugar se habría colgado de esas oportunidades.

Pero este muchacho, tenía una dignidad que lo frenaba.

Intercambiaron una mirada de entendimiento... y varias mostraron una sonrisa de aprobación.

—No estás nada mal —dijo Laura, asintiendo—. En Montería, cuenta con nosotras.

Isabella, en cambio, suspiró y se levantó.

—Eduardo, ven conmigo.

Entraron a una sala privada y ella cerró la puerta detrás de ellos.

—¿Por qué no aceptaste? Era una gran oportunidad.

La luz cálida resaltaba sus rasgos, haciéndola aún más atractiva. No estaba molesta, hablaba con una paciencia suave, casi maternal.

—Gracias por pensar en mí, Isabella. Pero no es lo que busco.

—¿Cómo que no? Biorex es enorme y tiene que ver con tu campo —dijo, con un tono ligeramente molesto.

Ella solo quería agradecerle por haberla ayudado con su problema de salud, por eso le buscaba algo estable.

—No es lo que quiero —repitió él.

Isabella apretó los labios un momento.

—¿Es por orgullo? ¿Porque aceptar ayuda de mujeres te parece indigno?

Se levantó, con un leve tono de impaciencia.

—Si piensas así, entonces no puedo ayudarte.

Dio un paso hacia la puerta.

—¡Isabella! —la llamó Eduardo.

—¿Qué pasa? —respondió, sin girarse del todo. Su voz seguía sonando fría.

—Antes me preguntaste por qué en mi familia no se permite ejercer la medicina. Ahora puedo contártelo.

La seriedad en su voz la detuvo. Nunca lo había visto así.

—¿Tiene que ver con que no quieras entrar a Biorex?

—Totalmente.

—Bueno, dímelo —dijo, regresando a su asiento.

Eduardo comenzó:

—Mi familia fundó la Clínica Valverde y se dedicó a sanar por generaciones. Durante la guerra, mis antepasados curaron gratis a heridos y gente desplazada. Salvaron incontables vidas. Hasta que, al atender a un caudillo, mi tatarabuelo se equivocó con una fórmula. El hombre empeoró de golpe.

—¿Y qué pasó? —preguntó Isabella, con los ojos muy abiertos.

—Mi tatarabuelo corrigió la receta y lo salvó. Pero aquel tipo era un tirano: se sintió burlado. Ordenó arrestarlo... y lo mandó fusilar.

—¡Dios...! —murmuró Isabella, pasmada.

—Si mi bisabuelo no hubiera huido con la familia, los habrían borrado del mapa. Desde entonces vivieron escondidos, con ese dolor a cuestas para siempre. Mi bisabuelo murió poco después, pero antes dejó una sentencia: Curar es un bien infinito, pero un solo error puede destruirlo todo. Desde ese día, ningún Rivas volverá a ejercer la medicina. El que lo haga, queda fuera del registro familiar.

—Así que conservamos la Fórmula Valverde, pero jamás volvimos a abrir el consultorio —concluyó él. Isabella lo miró, con el rostro serio:

—Tu bisabuelo tomó aquello como una advertencia para proteger a la descendencia.

—Exacto —asintió Eduardo—. Pero no me resigno. Aunque ya no curemos, crecí rodeado de libros, ungüentos y maestros. Vi el amor que le tenían a esa herencia. De niño, soñaba con algo: la Fórmula Valverde no puede quedar enterrada. Es saber antiguo. Tiene que seguir viva.

Sus ojos brillaban con una mezcla de nostalgia y determinación.

—Quiero llevar esa fórmula a la cima, que la medicina de la tierra le sirva a millones de personas.

Isabella sintió un leve escalofrío. No había imaginado un horizonte tan grande para un chico como él.

—Por eso entré a Vitalis —continuó Eduardo—. Es el grupo más grande de medicina natural. Solo allí la Fórmula Valverde puede crecer y llegar a todo el país... y al mundo.

—Te entiendo —dijo ella, con admiración sincera.

—Mi meta es llegar a la cima del Grupo Farmacéutico Vitalis y tener el poder para hacerlo realidad —concluyó Eduardo.

Nunca lo había visto tan firme.

Isabella, conmovida, lo miró en silencio.

Por fin entendía por qué había rechazado esos puestos: Eduardo no buscaba un empleo, sino un propósito... el espacio y la oportunidad para concretar sus ambiciones más grandes.

A sus ojos, ese joven ya no era un simple mortal, sino alguien lleno de ambiciones, a punto de despegar y con un futuro prometedor.

En ese momento, hasta Isabella, con su larga trayectoria en los negocios, quedó impresionada por su poderoso temple.

—Me equivoqué contigo —dijo al fin, con una sonrisa suave—. Te subestimé. Perdóname.

—No digas eso. Sé que solo querías ayudarme —respondió él—. Por cierto, ¿tus amigas no se habrán molestado porque les dije que no?

—Para nada. Ellas no se complican por eso —sonrió Isabella, con un brillo travieso en los ojos—. Si no me equivoco... ahora mismo deben estar a full.

—¿A full? ¿Cómo?

Isabella señaló con los labios hacia la puerta.

—Mira por ti mismo.
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