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No quieren soltarme

No quieren soltarme

โดย:  Melissa Zจบแล้ว
ภาษา: Spanish
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Cumplía años y mi esposo, Don Damián, me regaló el collar de perlas de su difunta esposa. Me lo puse para la cena. Mi hijastro, León, enfurecido, me arrojó vino tinto encima. Fui el hazmerreír de toda la fiesta. —¡Maldita! —me dijo entre dientes—. ¿Acaso crees que por ponerte las joyas de mi mamá vas a poder reemplazarla? Me clavó una mirada gélida. Y luego gritó: —¡Lárgate de mi casa! Pero su madre murió cuando él era un bebé. Fui yo quien lo crio. Alguien le metió cizaña. Le dijeron que yo había matado a su madre. Ahora cree que soy una víbora que engatusó a su padre. ¿Y su padre? ¿Mi esposo? Él nunca me vio realmente. Solo veía el fantasma de Cristal. No se me rompió el corazón… ¡se hizo añicos! No me amaron. Ni siquiera me tomaron en cuenta. Así que me fui. Entonces, ¿por qué, cuando por fin me había ido, volvieron de rodillas, suplicándome que volviera?

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บทที่ 1

Capítulo 1

El día de mi cumpleaños, el hijastro que crie desde que era un bebé vació una copa de vino tinto sobre mi cabeza. Me gritó que me largara de una vez de su casa.

Durante años, había sido un sustituto de una muerta. Ahora, era un monstruo para el chico al que había criado como si fuera mío.

Ya había aguantado hasta el límite.

—¡Maldita! ¿Acaso crees que por ponerte las joyas de mi mamá vas a poder reemplazarla?

Mi hijastro de ocho años, León, estaba frente a mí. Su carita estaba contorsionada por la rabia.

Antes de que pudiera reaccionar, el vino frío y pegajoso caló mi vestido.

Al siguiente segundo, su mano se lanzó hacia el collar de perlas en mi cuello. Dio un tirón.

El hilo cedió. Las perlas corrieron por el piso de mármol, una centena de diminutas lágrimas blancas.

Damián me lo había regalado esa misma mañana. Me había mirado directamente a los ojos y dijo que estaban hechas para mí.

Pensé que por fin me estaba viendo.

Nunca se me ocurrió que las perlas le habían pertenecido a su difunta esposa, Cristal.

El salón de baile quedó en silencio.

Cada invitado me miraba fijamente. Algunos cuchicheaban. Otros sacaron sus teléfonos para tomar fotos.

—León —dije con una voz peligrosamente calmada—. Tu padre me dio esta joya.

—¡No me importa! —gritó—. ¡Solo la estás copiando! ¡Tú nunca serás mi madre!

Miré al niño que había criado. Un dolor agudo atravesó mi corazón.

Hace ocho años, la esposa de Damián, Cristal, fue asesinada en un ataque de una familia rival.

Ella se interpuso entre la bala y su hijo.

Ese mismo año, el negocio de mi padre se estaba hundiendo.

Él vio una oportunidad.

El plan de mi padre: seducir al Don en duelo.

Todos sabían cuánto había amado él a su esposa. Yo no quería meterme en ese lío.

Pero mi padre insistió.

Consiguió que yo asistiera a una gala.

Nunca esperé lo que pasó después. En el momento en que Damián me vio, su dolor se convirtió en obsesión. Tenía que tenerme.

Porque era el vivo retrato de su difunta Cristal.

Durante ocho años, interpreté el papel de esposa y madrastra obediente. Cuidé de este padre e hijo.

A veces, lo olvidaba y pensaba que éramos una familia feliz de verdad.

Hasta el año pasado. León descubrió que no era su madre biológica.

Comenzó a hacer berrinches, exigiendo que le devolvieran a su verdadera madre. Incluso me acusó de haberla matado.

Intenté calmarlo, como siempre lo había hecho.

Él solo me devolvió insultos y rebeldía.

Antes, siempre lo aguanté. Interpreté el papel de la madrastra paciente y gentil.

Pero hoy no. Hoy, se me acabó la paciencia.

Me puse de pie, con la mirada fija al frente. Mi cumpleaños se acabó.

—Entonces ve a buscar a tu verdadera madre.

León se quedó congelado.

Claramente no esperaba esa respuesta.

Di media vuelta y salí del salón de baile, dirigiéndome al jardín para despejarme.

Pero cuando volví a mi estudio en el tercer piso, me encontré con el infierno.

La pintura de mi abuelo, Corazón del desierto, estaba hecha jirones. Habían embadurnado pintura negra por todo el lienzo.

Al lado, con letra infantil, decía: "¡Tú me quitaste a mi mamá, así que yo tomo lo que más te importa!"

Me había tomado tres años restaurarla.

Ahora, estaba destruida. El marco, hecho añicos. Una profunda rajadura desgarraba el lienzo. Pigmentos invaluables, manchados como sangre seca.

León estaba junto a las ruinas, con la daga manchada de pintura aún en su mano.

—¡Esto es lo que te pasa por enfrentarme! —anunció, regodeándose—. ¡La próxima vez que me hagas enojar, destruiré toda tu basura!

Se me heló la sangre.

Esa pintura era mi última conexión con algo real en este mundo.

Era un testimonio de mi abuelo, quien me enseñó a pintar el alma con color. Era mi único consuelo en esta mansión fría.

Me arrodillé, y mis manos temblorosas recogieron un trozo rasgado del lienzo.

Ahora estaba hecho añicos, igual que mi corazón.

—Elena.

La voz de Damián llegó desde la puerta. No me volví, pero podía sentir sus ojos escaneando la habitación.

—¿Qué pasó? —preguntó.

—Es obvio —respondí con una voz que sonó distante—. Tu hijo destruyó mis cosas.

—León, ¿por qué hiciste esto?

—¡Ella empezó! —replicó León de inmediato—. Se puso el vestido de mamá ¡y encima me mandó que me fuera a buscar a mi verdadera madre!

Finalmente me puse de pie y enfrenté a Damián.

Se veía enojado, pero no por lo que León había hecho.

—¿Por una pintura? —dijo, con la voz peligrosamente baja—. ¿Estás armando un escándalo por un pedazo de lienzo?

Dos guardaespaldas entraron. Damián chasqueó los dedos. —Saquen esta basura de mi vista.

Basura.

Llamó basura al alma de mi abuelo.

Observé cómo los guardias barrían el lienzo roto y el marco destrozado, metiéndolos en una bolsa de basura.

—No me mires así —dijo Damián, acercándose—. Te lo compensaré. Hoy es un día especial. Tengo otro regalo para ti.

Sacó un documento del bolsillo de su chaqueta.

—La propiedad de una empresa legítima. Vale cinco millones de dólares. A partir de hoy, es tuya.

Me estaba comprando. Pagándome como a una puta para que me callara y lo olvidara.

Cinco millones de dólares.

Creía que el dinero podía arreglarlo todo.

Creía que yo era como todas las demás mujeres, que un cheque lo suficientemente grande me haría sentir agradecida.

Él nunca supo lo que significaba esa pintura para mí.

O quizás lo sabía. Y simplemente no le importaba.

Damián extendió la mano para tocarme la mejilla, igual que lo había hecho mil veces en los últimos ocho años.

Di un paso atrás.

Por primera vez en ocho años, me aparté de su tacto.

La mano de Damián se quedó congelada en el aire. Un destello de confusión cruzó sus ojos.

—Damián —dije, y la voz me dejó de temblar—. Nuestro trato ha terminado. Mañana me voy.
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