Seis meses después. París. El día de mi boda.Llevaba el vestido que Julian había ayudado a diseñar: un encaje sencillo, salpicado de perlas diminutas como gotas de rocío. Antes de la ceremonia, llegó otro paquete anónimo.Adentro había un diseño de joyería original del maestro del Art Nouveau, Alphonse Mucha. Un juego de alejandritas. Era invaluable.La alejandrita cambia de color según la luz, “una esmeralda de día, un rubí de noche”, un símbolo de la doble vida y una eventual reconciliación. La tarjeta tenía una sola línea escrita con su letra delicada y familiar: “Para la mujer que siempre debiste ser”.Supe que era su último adiós. Cerré la caja y la dejé a un lado. Luego, me abroché el sencillo collar de girasol que Julian había tallado para mí.Mi verdadero tesoro. De esos que no necesitan de la oscuridad para brillar.En la iglesia, caminé hacia el altar del brazo de mi madre, hacia Julian, que me esperaba allí. Cuando el sacerdote preguntó si lo aceptaba, lo miré a los ojos, l
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