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Capítulo 02

Author: Juan Pérez Rodríguez
Emiliano acababa de llegar del restaurante El Alcázar. Aún llevaba puesto el traje blanco de diseñador, impecable, sin una sola arruga. Desde la puerta del cuarto de Inés, su silueta se recortaba bajo la tenue luz del pasillo: elegante, sereno, de una belleza que parecía irreal.

Era, una vez más, como aquel chico de trece años atrás… el que podía hacerla enamorarse con solo una mirada.

Pero esta vez, Inés lo vio de frente, y por primera vez, le pareció un extraño.

Él frunció ligeramente el ceño al verla cojeando, con el rostro pálido y el tobillo vendado.

—¿Qué te pasó?

Ella apretó el pomo de la puerta con fuerza, sin moverse del marco.

—Estuve ayudando en un museo. Hubo un incidente —respondió con voz baja.

—¿Fuiste al hospital?

—Ya me atendieron.

—¿Por eso me llamaste tantas veces hoy? Lo siento. La próxima vez le pediré a mi asistente que te acompañe. Y no vuelvas a ir a ese museo, no es un ambiente seguro.

Su tono era suave, casi cariñoso. La clase de voz que antes le habría hecho temblar el corazón.

Pero ya no.

Antes, si se cortaba un dedo, él lo sostenía con desesperación, le soplaba como si así pudiera curarle el alma.

Ahora, ni siquiera se acercaba.

Y por encima de todo, incluso desde donde estaba, Inés podía oler el perfume de otra mujer. Dulzón, envolvente. Intenso.

Todo estaba dicho sin necesidad de palabras.

Inés lo miró, y su voz se quebró apenas al hablar:

—Emiliano, estos tres años… ¿qué fuimos tú y yo? ¿Qué soy yo para ti?

Él bajó la mirada por unos segundos antes de responder:

—Inés, tú siempre serás parte de mi familia.

—Ya vi las noticias —ella lo interrumpió con una sonrisa amarga—. No me mientas.

Él suspiró, presionándose el entrecejo.

—Es cierto. Me voy a comprometer con Mariana. Soy el heredero de los Cornejo. Es mi deber casarme con alguien de mi mismo nivel. Pero después de la boda… tú y yo seguiremos como hasta ahora.

El silencio cayó como una losa. Inés sintió cómo el dolor del tobillo se le extendía por la espalda, hasta ahogarle el pecho.

Hasta la risa le salió ronca.

—O sea, que en estos tres años nunca fui tu novia. Fui tu amante. Y ahora quieres que sea… tu otra mujer. ¿Es eso?

Emiliano no dijo nada durante unos segundos. Luego, sin parpadear, asintió.

—Sí.

Inés tuvo que apoyarse contra la pared para no caerse.

¿Cómo podía algo tan limpio y hermoso… resultar tan sucio?

Pero él la engañó.

Ella, no podía engañarse a sí misma.

—No. No acepto.

Se incorporó lentamente, borró con la mano las lágrimas de sus mejillas. En su mirada, un nuevo brillo comenzaba a nacer. Uno frío, claro. Fuerte.

—Elige, Emiliano. O yo, o el compromiso. No puedes tenerlo todo.

Él la miró fijamente. Algo cambió en su expresión. Dio un paso hacia ella, sus movimientos más rígidos, más oscuros.

—Si elijo el compromiso… ¿me dejarás?

—Sí —respondió Inés sin dudar—. Pero si me eliges a mí, estaré contigo pase lo que pase. Como hace tres años. Pero si eliges casarte, entonces te deseo lo mejor. Que seas feliz. Que tengas muchos hijos. Y que nunca más volvamos a vernos. Porque yo te amé, Emiliano. Pero no soy una mujer sin dignidad. No voy a compartirte.

Fue su último límite. Y se lo había dejado claro.

Él guardó silencio un largo rato. Luego, en voz baja, casi resignado, murmuró:

—¿Estás segura de esto, Inés?

—Sí.

—Puedo dejarte ir. Pero después no vengas a buscarme, ¿entendido? Sin mí, no eres nadie en esta familia. Ni siquiera te reconocen como parte de los Cornejo. No tienes apellido, ni herencia, ni poder. Yo, en cambio, tengo todo. Y tú… tú me amas.

—¿Estás segura de que puedes vivir sin mí?

Esa pregunta, cruel y serena, la lanzó desde lo alto como un dios al que nada puede tocar.

Él creía que ella nunca se iría.

Inés lo miró, temblando. Y entonces lo abofeteó.

El golpe resonó seco en la habitación.

Emiliano no se movió. Ni siquiera parpadeó. Pero la vena de su mano vibraba, tensándose como una cuerda a punto de romperse.

Y de pronto, otra voz chilló desde la puerta:

—¡¿Estás loca, Inés?! ¡¿Cómo te atreves a pegarle a Emiliano?!

Era Mirna del Valle, con una bandeja de frutas que casi se le caía de las manos.

Corrió hacia ellos, mirando la mejilla enrojecida de Emiliano.

—¡Él es el presidente de Grupo Cornejo! Si alguien lo ve así… ¡¿qué van a pensar?! ¡¿En qué cabeza cabe?!

Y sin pensarlo, levantó la mano hacia Inés.

Pero Emiliano se interpuso.

Le sujetó la muñeca con fuerza, sin perder la calma.

—Mirna, fue solo una discusión. Yo lo arreglaré con papá. No te preocupes.

—Es que me duele verte así… —musitó ella, bajando la mano sin oponer resistencia.

Luego, con tono más bajo pero aún venenoso, añadió:

—Son jóvenes, claro… pero deben tener cuidado con los límites. Sobre todo tú, Emiliano. Tú tienes un futuro. Una prometida con apellido. ¿Cómo podrías fijarte en una chica sin nombre, sin respaldo, sin nada…?

Él no respondió. Miró a Inés una última vez… y se fue.

Mirna lo siguió, ni siquiera volteó a mirar a su hija. Nunca vio su tobillo herido.

Inés los observó alejarse, uno tras otro, hasta que solo quedó silencio.

Y entonces sonrió.

Una sonrisa rota.

Porque el dolor más profundo, siempre viene de quienes más amamos.

Esa noche, Inés se encerró en su cuarto. Tomó las pastillas para el dolor y se recostó con la esperanza de dormir.

Pero el sueño no llegó. El dolor, físico y emocional, la mantuvo empapada en sudor hasta el amanecer.

Y justo cuando al fin lograba cerrar los ojos, la despertó un golpe en la puerta.

—Señorita del Valle —dijo la voz de la empleada—. Hay visitas en casa. La señora está recibiendo a los invitados y el señorito Emiliano pidió que usted también baje.

Inés frunció el ceño sin levantarse.

"¿Qué clase de visita puede ser tan urgente como para que me hagan bajar con la pierna así?"

Pero el llamado no cesaba.

Resignada, se puso en pie, apretó los dientes… y bajó las escaleras arrastrando la pierna herida.

Y al llegar al final del pasillo, se quedó helada.

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