Capítulo 2

Ana dijo con ternura afectada:

—¿Tan feliz te hace dormir con papá y mamá?

Iván asintió repetidamente, quejumbroso:

—¡Claro! Papá, mamá, ¿cuándo podrán casarse y llevarme a Alba?

A Javier se le cayó el rostro al instante.

Ana, fingiendo comprensión, intercedió:

—Iván, ya te expliqué que mamá y papá no pueden estar juntos, o la tía se sentirá destrozada. No sigas preguntando, pones en un aprieto a tu papá.

Mi padre comentó gravemente:

—Es natural que el niño quiera a sus padres juntos. En mi opinión, deberían aclarar las cosas con esa muchacha.

Mi mente zumbaba. Cada palabra era clara, pero juntas formaban una realidad que me negaba a creer.

Al observar su rostro, prácticamente idéntico al de Javier, recordé cómo alguna vez me había maravillado de su parecido.

En aquel entonces, mi madre reaccionó exaltada:

—¡Qué disparate! ¿Acaso desconfías de tu esposo? Javier es tan bueno contigo, ¿cómo puedes sospechar de él?

Yo, ingenua, me apresuré a aclarar:

—No es eso, solo creo que este niño tiene un vínculo especial con nosotros.

Ella, aliviada, asintió:

—Eso significa que estaba destinado a ser parte de nuestra familia.

Yo, contemplando a ese hermano adoptivo con los mismos ojos que Javier, también creí en ese destino especial.

¡Ahora entendía! Me habían engañado cruelmente.

Mi amado tuvo un hijo con mi hermana.

Mis padres criaron en secreto a ese niño.

Ellos formaron una familia amorosa lejos de mi vista.

Y yo, tonta, lo había querido como a mi niño.

Pero al final, para él yo era la "mala" que separaba a sus padres.

Los zapatos que hice fila para comprarle en Nochebuena fueron usadas como excusa para impedir mi regreso.

Qué ridículo...

Mientras reflexionaba, Javier se levantó a buscar algo y nuestras miradas se encontraron a través del patio.

Los palillos se le cayeron de las manos. De inmediato salió corriendo, preguntando nervioso:

—Elena, ¿desde cuándo estás aquí?

Ana también salió, apoyándose en Javier como para marcar su intimidad, pero él la apartó de inmediato.

Él tomó mis manos y, al notarlas heladas, me abrazó angustiado:

—Elena, ¿por qué tienes tanto frío?

Su aroma a gardenias me provocó náuseas.

Era el perfume de Ana.

Al levantar la vista, vi un leve rastro de labiales en su cuello y dije con frialdad:

—Qué asco.

Javier me miró incrédulo.

Debió ser que jamás lo había mirado con tanto desprecio, porque el dolor asomó en su mirada.

Lo empujé y lo abofeteé con fuerza:

—Javier, ¿por qué tenía que ser mi hermana?

Él, pálido, preguntó:

—¿Lo escuchaste todo?

Observando a mis padres e Iván que salían, dije glacial:

—Ese bastardo es idéntico a ti.

Javier enrojeció, pero defendió:

—Sé que te fallé, pero el niño es inocente. No es un bastardo, es el hijo que Ana nos dio.

Su descaro me hizo reír amargamente:

—¿Para nosotros?

Él afirmó seriamente:

—Sí. Tenía solo dieciocho años. Cuando supo que no podías concebir, temió que te abandonara y se ofreció a ser la gestante. Al principio me negué, pero soñaba cada noche con nuestra hija. Anhelaba tanto tenerla de vuelta que...

Al mencionar a nuestra hija, la imagen de mi hija, ya formada en mi vientre, se materializó ante mí.

Si Javier no hubiera manejado distraído, no habríamos chocado, el tubo no habría perforado mi vientre.

Mi hija no habría muerto antes de nacer.

¿Y mi útero? ¿Acaso no me lo extirparon por su culpa?

Había perdido mi fertilidad y a mi hija por su negligencia, ¿y ahora alegaba que su infidelidad había sido para que otra mujer pariera a mi hija?

¿Qué clase de razonamiento más retorcido era ese?

Finalmente, declaré con frialdad:

—No hay nada más que hablar. Divorciémonos.