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Instinto de Rey
Instinto de Rey
Author: Diego Lunar

Capítulo 1

Author: Diego Lunar
Mientras avanzaba la madrugada, en un hotel.

La cama era un caos de sábanas enredadas, con una mujer casi oculta entre ellas, su rostro encendido por el placer.

Eduardo, en cambio, estaba sentado al borde del cama, con el ceño fruncido y una sensación de arrepentimiento que le pesaba en el pecho.

No entendía qué le había pasado esa noche. En cuanto Liliana se le acercó, simplemente... perdió el control.

—Liliana... perdón, yo... —murmuró, sintiendo cómo la culpa le quemaba las entrañas.

La mujer, con las mejillas tan rojas como el vino, sonrió con picardía.

—¿Perdón? ¿Por qué? ¿Por haber estado tan... salvaje conmigo? —bromeó, casi juguetona.

Tomó su cartera del suelo, sacó un buen fajo de billetes y lo dejó caer sobre la cama, justo al lado de Eduardo.

—A mí me encanta así. Toma, mi cielo.

—Liliana, no puedo aceptar esto —respondió él de inmediato, levantándose con torpeza—. Si no hay nada más, me voy...

—¡Espera un momento! —dijo ella, levantando la mano.

—¿Ahora qué pasa, Liliana?

Ella rebuscó de nuevo en su bolso y sacó dos contratos, poniéndolos frente a él con una sonrisa de suficiencia.

—Ya firmé el tuyo. Felicidades, Eduardo.

—Gracias, en serio... —respondió él, sin saber si sentirse aliviado o muerto de vergüenza.

***

Eduardo salió del hotel casi corriendo, sin poder quitarse la sensación de culpa que lo atormentaba. Cuando llegó a su pequeño apartamento, Mariela Torres, su novia, ya estaba dormida.

Por el calor, se había quedado sin ropa, ni siquiera una sábana la cubría. La luz tenue del ventilador proyectaba sombras sobre su cuerpo. Eduardo se quedó mirándola fijamente, sintiendo cómo la culpa le apretaba el pecho.

Llevaban juntos cuatro años, desde la universidad. Los dos habían logrado entrar como pasantes al Grupo Farmacéutico Vitalis.

Él trabajaba como vendedor en su zona; ella, en atención al cliente. Apenas coincidían durante el día.

Esa noche, su plan era sacarla a cenar, recuperar la cercanía que el estrés del día a día les había robado...

Pero su jefe, Gerardo Salazar, lo llamó a última hora para acompañar a una clienta importante: Liliana.

Y, entre trago y trago, las cosas se les fueron de las manos.

—Maldita sea, Gerardo, me metió en un lío —murmuró, antes de caer rendido en la cama, sin fuerzas.

A la mañana siguiente, Eduardo entró a la oficina de Gerardo y dejó el contrato sobre el escritorio con un golpe seco.

—Mira, mira... —dijo el jefe, sonriendo con una mirada astuta—. No esperaba que cerraras el negocio tan rápido. Sabía que con ese encanto tuyo, esas clientas no se te iban a escapar.

—Gerardo, ¿le pusiste algo a la bebida anoche? —preguntó Eduardo, clavándole la mirada.

Si no, no entendía cómo había podido perder el control de esa manera.

—¿Qué estás diciendo, muchacho? —Gerardo soltó una risa escandalosa—. No exageres. Eres joven, guapo, con un cuerpo de diez. En esta zona, las clientas se mueren por tipos como tú. Solo tienes que saber aprovecharlo.

Eduardo apretó la mandíbula. Odiaba que redujeran su esfuerzo a esa tontería. Conseguía contratos con trabajo duro, no vendiendo su cuerpo.

Iba a contestar, pero Gerardo lo interrumpió:

—Tú quieres que te den el contrato fijo, ¿verdad?

Eduardo se quedó callado un momento.

—Claro que sí —admitió al final.

—Perfecto —dijo Gerardo, inclinándose hacia él—. Solo tienes que cerrar otro trato. Tu próximo objetivo es nada menos que Isabella Cruz, la empresaria más guapa y con más plata de la zona.

***

Al mediodía, cuando su celular se apagó, Eduardo volvió al apartamento a buscar el cargador.

Abrió la puerta... y se quedó en shock.

El lugar era pequeño, y desde la entrada se veía directamente el dormitorio.

Mariela estaba en la cama, con los hombros al descubierto, envuelta apenas en las sábanas. El aire acondicionado, que casi nunca usaba para ahorrar, estaba en dieciséis grados.

—Eduardo... ¿no estabas en el trabajo? ¿Por qué vuelves a esta hora? —preguntó ella, claramente nerviosa.

Del baño venía el sonido del agua corriendo.

En ese momento, todo le hizo clic en la cabeza. Sintió cómo la ira le subía por todo el cuerpo.

Corrió hacia el baño, pero Mariela saltó de la cama y lo detuvo. Llevaba puesta una lencería negra, de encaje, casi transparente.

—¿Así que eso es lo que haces cuando no estoy? —gritó Eduardo, con la voz quebrada por la rabia.

Nunca la había visto con algo así. Una mezcla de furia y humillación le nubló la vista.

—Tranquilo, amigo, no te vayas a poner loco —dijo una voz masculina desde el baño.

Eduardo se giró y lo vio salir. Lo reconoció al instante.

—¿Tú? —musitó entre dientes.

Varias veces, Isabella Cruz vino a la tienda a comprar cosméticos, siempre acompañada de él.

Pero no sabía exactamente qué relación tenían.

—Ya no tiene caso seguir ocultándolo —dijo Mariela con calma, acomodándose el cabello—. Félix y yo estamos juntos.

Eduardo soltó una risa amarga.

—Cuatro años de novios... ¿y así de fácil lo echas todo a perder?

—Lo siento, Eduardo —susurró ella, con los ojos a punto de llorar—. Pero no puedo seguir así. Llevamos más de dos meses graduados, y tú apenas alcanzas para el arriendo. Con tu salario jamás podremos comprar una casa en Montería. ¿Qué quieres que haga, seguir contigo en esta miseria?

—Y tú sabes lo difícil que es entrar a Vitalis. Después de la prueba, al menos la mitad de los que entran se quedan afuera...

Mariela respiró hondo y miró a Félix con ternura.

—Él tiene contactos. Ya me prometió ayudarme a conseguir la planta y un puesto en la sede central.

Eduardo apretó los puños.

—¿Y para eso tenías que rebajarte así? —dijo, señalando la lencería.

Félix sonrió sin vergüenza alguna.

—¿Y qué tiene? Esa ropa me la compré yo. Me encanta admirarle el cuerpo...

—¡Vete al diablo, imbécil! —rugió Eduardo, lanzándose hacia él.

Félix, más rápido, tomó una silla y la estrelló con fuerza contra su cabeza. El golpe seco resonó en todo el cuarto.

Eduardo cayó al suelo, la frente abierta, la sangre resbalándole por la sien.

Félix, ya sin disimular, escupió:

—Escúchame bien, estúpido. Me acabo de tirar a tu novia en la cama donde tú dormías. Grábatelo en la memoria, cornudo de mierda.

—¡Félix, ya! —gritó Mariela, muerta de la vergüenza.

Pero él, furioso, siguió:

—Por cierto, ¿sabías que mi mamá es una de tus clientas más grandes? Con una sola queja, te mandan a la calle en un segundo.

Eduardo lo miró fijo, comenzando a juntar las piezas.

—¿Tu mamá... es Isabella?

—¿Y tú qué derecho tienes para mencionar su nombre? —respondió Félix, levantando otra vez la silla.

—¡Déjalo, Félix! —intervino Mariela, poniéndose la bata—. No vale la pena. Ya terminé con él. Esta misma noche me mudo contigo.

—Perfecto —dijo Félix, soltando la silla y tomando la maleta—. Vámonos.

Ambos salieron del apartamento sin mirar atrás.

Eduardo se quedó en silencio, con la respiración agitada y la cabeza aún sangrando.

Y de repente, entre todo ese caos, una idea le cruzó la mente.

"Félix es el hijo de Isabella Cruz... ¡Qué mala suerte, carajo!"
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