LOGIN
—Isabella, ¿me estás tomando el pelo? —dijo Eduardo, sin poder creerlo.Ella se encogió de hombros con una sonrisa.—Eres joven y estás con toda la energía encima. Aquella noche te diste tu arregladita tú solo en el baño. Te vi.A Eduardo se le subió el color hasta las orejas.Era cierto: un día se dejó llevar por la tentación y se arregló ahí en el baño.Justo entonces, Isabella regresó y lo cachó infraganti.Juraba que había puesto el seguro a la puerta... quizás no encajó bien y ella miró por la rendija.Pero bueno, ya no importaba. La química entre los dos estaba al rojo vivo y los secretos iban saliendo solos.Sin matrimonio ni familia que la ataran, Isabella era mucho más libre que antes.Eduardo, por su lado, estaba sin ningún peso moral encima.Pasara lo que pasara, ninguno de los dos iba a cargar con culpas.—Listo, es fin de semana. Vamos a darnos un buen festín —propuso Isabella.—Va que va.Se alistaron y se fueron.El domingo se pasó volando en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Lárgate ya! —le gritaron las otras chicas a todo pulmón.—Qué descaro —murmuró Nico, con una risita.Luego, con cautela, se acercó a Eduardo:—Vaya, Eduardo, no te conocía esa faceta. Tienes lo tuyo, ¿eh?Eduardo bebió un sorbo y no respondió.—Brindo por usted —Nico, pegajoso, se echó un trago—. De ahora en adelante voy con usted. Si alguien le falta el respeto, yo me encargo.—Tú mejor tómate un descanso —dijo Eduardo, levantando la mano para cortarlo, y sin más se fue a elegir una canción.Inés le susurró a Zoe:—Oye, ¿el señor Rivas es tu compañero de trabajo?—Ajá —respondió Zoe, más concentrada en pensar cómo acercarse a Eduardo que en seguir la conversación.—La próxima semana me transfieren a su área como asistente de ventas —añadió—. ¡Lo veré todos los días!A Zoe se le cayó la cara de la sorpresa: otra competidora sin darse cuenta.Y cuanto más pasaba el tiempo, más le gustaba Eduardo.Ahora lo veía guapísimo: conduciendo un auto de lujo, cerrando un cliente por millones...
—¿Tu jefe? —preguntó Eduardo.—Joaquín —respondió Tano—. El paciente que se estaba desangrando en el San Jerónimo.—Ah, claro —Eduardo por fin entendió.Víctor lo había llamado hacía un rato: Joaquín quería agradecerle en persona. Como no podía moverse, mandó a uno de los suyos. De ahí la deferencia de Tano.—Señor Rivas, este es un obsequio de parte de mi jefe. Le ruego que lo acepte —dijo Tano.Era un cofrecito elegante. Tano lo abrió: dentro, una tarjeta dorada, maciza.—Es de oro puro —explicó—. Lleva el logo de la empresa de mi jefe y sus datos. Él mandó a hacer solo tres. Esta es la última y me pidió que se la entregara a usted.—No puedo aceptarla —Eduardo se echó para atrás de inmediato.La placa pesaba. A precio de oro, valía una fortuna.Detrás, Zoe y varios más se les iluminaron los ojos.—Tano, agradezco el detalle. Pero llévensela de vuelta —insistió Eduardo.—Señor Rivas, me pone en aprietos —Tano se inclinó—. Mi jefe me envió a entregársela. Si no la acepta, es como si y
La escena le cayó a Nico como un balde de agua fría: todo lo que había presumido se le vino abajo.—¡Mira, le está sangrando toda la cara! —susurró Lucía, toda temblorosa, señalando a uno de los matones.El tipo había estado pegando bofetadas con todo, y el anillo que llevaba le había dejado marcas profundas. La sangre ya le manchaba el cuello de la camisa. De verdad se veía brutal.—¡Ya basta! —interrumpió Eduardo a tiempo.—Señor Rivas, acabo de llegar y no sé bien qué pasó —dijo Tano—. Usted mencionó que vinieron a su privado a armar bronca. ¿Qué pasó exactamente?Eduardo apuntó con el dedo a Félix, Andrés y a los suyos.—Estábamos tranquilos, y ellos, tumbando la puerta, se metieron a armarla. Humilleron a mis amigas. Por eso respondí. Pero la verdad, fui demasiado impulsivo, no debí pelear aquí.A Tano se le prendió el foco.—¿No tienen ojos, cabrones? ¿También aquí se atreven? —le apuntó a Félix—. ¡Todos para acá, de inmediato!Félix y los demás obedecieron a regañadientes, encog
El jefe lo había mandado a saludar al señor Rivas... ¿y resultaba que era justamente el joven que tenía enfrente?Joaquín tenía a su salvador en un altar.Y Víctor ya había dicho que ese muchacho tenía carácter y era gente seria. Sin él, el hospital no habría conseguido tan fácil la medicina estrella de Vitalis.En el mundo de la calle, la palabra de Víctor pesaba como oro. Su San Jerónimo, en Montería, era un puerto seguro para los suyos: a cualquier hora, un herido recibía atención inmediata y sin preguntas.Si Eduardo ayudaba a Víctor a conseguir fármacos de primera, en el fondo estaba ayudando a todos ellos.Con eso, la estatura de Eduardo ante Víctor y Joaquín era más que obvia.Tano no era más que un subordinado de Joaquín.Y, sin embargo, acababa de venir a amedrentarlo...¡Qué metida de pata tan grande!Tano se recuperó del golpe y fue a tocar terreno:—¿Tú eres Eduardo? ¿El que firmó el contrato para Víctor?—Sí, soy yo. ¿Y qué? —respondió Eduardo, con frialdad.—¡Señor Rivas,
Por la amiga, Eduardo se estaba partiendo el lomo a más no poder. Mientras tanto, los otros, unos perfectos cizañeros, se dedicaban a meter veneno, darle la vuelta a toda la cosa y terminar culpando al mismo que dio la cara por ellos.¡Qué despliegue de ruindad! Pura mezquindad, doble cara y una cobardía de kilates.Tano le clavó a Eduardo una mirada helada. La presión que irradiaba, propia de un capo pesado, era capaz de aplastar a cualquiera en ese privado.—¿Tienes idea de qué le pasa al que se le ocurre armar un desmadre en mi local?—A ver, primero —respondió Eduardo con calma . —Yo no armé nada. Fueron ellos dos los que se metieron en nuestro privado a provocar un lío. Yo solo les respondí.—Y segundo, si quieres saber por qué noqueé a tus hombres, mejor pregúntales a ellos.A Tano no le cuadró la historia para nada. Afiló la mirada hacia Juan.—A ver, habla.—Jefe, ellos fueron los que empezaron todo este rollo, y yo intenté calmar las aguas. Este se puso bravo y empezó a soltar