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Capítulo 2

Author: Diego Lunar
El verano en Montería era insoportable.

Llevaba días sin llover y el aire se sentía denso, como si el calor se hubiera pegado a la piel. Eduardo trataba de mantener buena relación con su clienta, Isabella Cruz, pero últimamente no había tenido muchas oportunidades de verla.

Ya empezaba a perder la esperanza... hasta que el destino le echó una mano.

Esa noche llegó el pedido de suplementos que Isabella había pedido, y Eduardo, sin pensar en la hora ni en lo cansado que estaba, decidió llevárselos en persona.

Tocó el timbre varias veces y no respondió nadie. Cuando ya se preparaba a irse, un auto de lujo frenó frente al portón.

Era ella. Isabella salió del auto con paso tambaleante, se le notaba que estaba algo ebria.

Pagó al chofer y, al dar la vuelta, se topó con Eduardo.

—¿Eduardo? ¿Qué haces aquí a esta hora? —preguntó, con una sonrisa algo torpe.

—Traje su pedido, señora. Pensé que lo necesitaría con urgencia, así que preferí entregarlo personalmente.

—Qué atento, gracias —dijo, alzando una ceja con cierto picardía.

Se acercó para recibir las cajas y su perfume, dulce y caro, envolvió a Eduardo de inmediato.

Aunque su hijo Félix ya tenía más de veinte años, Isabella parecía de unos cuarenta y tantos años.

Se mantenía demasiado bien: piel clara, ojos grandes, nariz definida y unos labios rojos que parecían dibujados con precisión.

Más que una mujer madura, parecía una diosa que había hecho un trato con el tiempo.

Patinó un poco al bajar el último escalón.

—Señora, estas cajas pesan, déjeme ayudarla a meterlas —dijo Eduardo.

—Está bien —aceptó, sonriendo—. Muchas gracias.

Abrió la puerta con algo de dificultad y lo invitó a pasar.

La casa era amplia, con una decoración elegante pero algo fría.

—Ponlas en la mesa, por favor —pidió Isabella, dejándose caer en el sofá.

—Rosa, ¿puedes traer dos vasos de agua? ¡Rosa! —se quedó en silencio un segundo—. Ah, cierto, hoy le di el día libre.

Rio, entre resignada y divertida.

—Creo que me pasé con la bebida esta noche…

La casa estaba vacía, solo ellos dos.

Cualquier otro día, Eduardo habría agradecido y salido enseguida. Esa noche no.

—Descanse, yo le traigo el agua —dijo, y se dirigió al dispensador.

—No, no… yo puedo —intentó incorporarse, pero al dar el primer paso tropezó y cayó sobre él.

Quedaron quietos un instante, tan cerca que Eduardo sintió su respiración mezclada con el aroma del vino.

Ambos se quedaron algo avergonzados.

—Perdón… —balbuceó ella.

—No se preocupe, está mareada. Siéntese, por favor —respondió él, con cuidado.

Isabella volvió a dejarse caer en el sofá. Su cara, enrojecida por el alcohol, brillaba bajo la luz cálida del salón.

Tomó el vaso que le ofrecía y, al beber, utropezó un poco, y el agua se deslizó por su cuello, empapando su blusa.

Eduardo no pudo evitar mirar esa escena, tragó saliva con esfuerzo.

—¿Vive sola en una casa tan grande? —preguntó, intentando sonar despreocupado.

Ella bajó la vista.

—Sí. A veces Rosa se queda, pero la mayoría de las noches estoy sola.

El vino pareció aflojarle la lengua.

—No te dejes engañar por las apariencias, Eduardo —suspiró—. Mucha gente cree que mi vida es perfecta, pero por dentro me siento como un animal enjaulado.

Eduardo la escuchó en silencio.

Frente a él tenía a una mujer de poder, con una historia y cicatrices que no se ven.

La admiraba, claro, pero al mismo tiempo, captaba que detrás de tanto lujo y éxito también había un vacío.

Isabella manejaba una agencia de publicidad y, gracias a su familia y su red de contactos, los proyectos le caían uno tras otro. Ganar dinero era, honestamente, pan comido para ella.

Pero cuando lo material ya no es un problema, el vacío interior se vuelve más obvio.

Su esposo, un ejecutivo que casi nunca dormía en casa. Su hijo Félix, con una pequeña empresa que apenas se mantenía, y que solo aparecía cuando necesitaba dinero.

—Ya ni recuerdo la última vez que hablé así con alguien —dijo ella, con una sonrisa cansada—. Y menos a estas horas, en mi sala, con un chico más joven que mi hijo.

—No me digas señora, ¿tan vieja me ves?

—¿Vieja? —Eduardo sonrió con una media risa—. No exageres, Isabella. A lo sumo, me ganas... ¿dos, tres años?

Ella soltó una carcajada genuina.

—Eres un encanto. Sabes exactamente qué decir.

—Solo digo la verdad. Si alguien nos viera ahora, juraría que tiene viente.

Isabella se pasó la mano por el cabello, sonrojada por el piropo.

Por primera vez en mucho tiempo, su mirada no fue la de la empresaria ni la de la madre: sino la de la mujer.

Claro, ninguna mujer puede resistirse a un cumplido.

El momento se rompió de golpe.

La puerta principal se abrió de un empujón.

—¿Félix? ¿Por qué no tocas el timbre? —dijo Isabella, sorprendida.

Su hijo entró sin saludar, con la cara tensa.

—¿Para qué tocar el timbre, mamá? —dijo con arrogancia—. Esta también es mi casa.

Al ver a Eduardo, su rostro se endureció. La ira lo invadió de inmediato.

—¿Tú? ¿Qué haces aquí?

—Vine a entregarle su pedido a la señora Cruz —respondió Eduardo con calma.

—Pues ya lo entregaste. Ahora vete —escupió Félix.

—¡Félix! —exclamó Isabella, indignada—. ¿Qué manera es esa de hablarle a alguien?

—Mamá, es un vendedor cualquiera. No quiero que este tipo ensucie el aire —gruñó Félix, acercándose a Eduardo con aire amenazante—. Y te advierto: si lo vuelves a ver por aquí, te juro que te vas a arrepentir.

—¡Cállate ya! —gritó Isabella, perdiendo la paciencia—. Perdón, Eduardo. Está malcriado.

—No se preocupe, señora. —Eduardo esbozó una sonrisa forzada, tragando la rabia—. Será mejor que me retire.

Mientras se iba, alcanzó a oír los gritos detrás de la puerta.

—¡No quiero verlo nunca más! —vociferaba Félix—. ¡Mamá, deberías denunciarlo para que lo despidan!

—¿Qué te pasa? ¿Por qué tanto rencor? ¿Lo conoces?

—No, pero sé perfectamente qué clase de basura es.

Isabella bufó, frustrada.

—De verdad, no sé qué te pasa hoy.

***

A la mañana siguiente, Eduardo dormía profundamente cuando unos golpes insistentes lo despertaron.

Aturdido, miró el reloj del celular: apenas eran las seis.

—¿Quién demonios?

—¡Eduardo, soy yo! —la voz al otro lado de la puerta lo heló. Era Mariela.

—¿Qué quieres? Ya rompimos, ¡vete! —gruñó él, molesto.

—Por favor, ábreme —insistió ella, golpeando otra vez—. No vengo a pelear. Necesito hablar contigo. Es urgente.
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