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Capítulo 3

Author: Anna Smith
Después de regresar del viñedo, fui directamente al vestidor en el segundo piso, y empecé a empacar mi maleta.

Fue entonces cuando me di cuenta de lo poco que realmente poseía.

Solo tenía unos pocos vestidos que la madre de Vincent me había obligado a aceptar cuando me casé con su hijo. En cinco años, mi esposo nunca me había elegido nada: ni un vestido, ni una bufanda, ni siquiera el más pequeño de los adornos.

Cuando terminé de empacar, miré los regalos que una vez había elegido con tanto esmero para él: relojes, gemelos y diarios de cuero. Todos estaban sin abrir, sin tocar, apilados en la esquina como reliquias de una devoción unilateral. Los encerré en una caja, no con lágrimas, sino con una mano firme que los envió al reciclador.

Todo esfuerzo, cada sonrisa silenciosa y cada momento en que había intentado cerrar la distancia entre nosotros se había convertido en polvo.

Justo cuando me volví para volver a entrar a la villa, el fuerte pitido de un automóvil rompió el silencio.

Un elegante Maybach negro se detuvo. La puerta se abrió de golpe y de su interior salió Bianca, la hermana menor de Vincent, envuelta en seda roja y desdén.

Sus ojos se posaron en el camión que se alejaba rugiendo y luego volvió a mirarme. Su risa fue aguday y ensayada.

—Claro. Una chica de sabe Dios dónde, vendiendo la basura de su esposo para ganar un poco de dinero. Realmente eres patética.

Antes, quizás me hubiera mordido la lengua, diciéndome que la paz familiar importaba más que mi orgullo, pero ese día no lo haría.

La miré con calma y le dije con voz serena:

—No todo en esta casa le pertenece a tu hermano, Bianca. Algunas cosas eran mías y las quería dar. Además, no me quedo con lo que no es deseado.

Su sonrisa burlona se desvaneció por un instante antes de solidificarse de nuevo. Se acercó y bajó la voz soltando con veneno:

—Deberías dejar de fingir. Alessia ha regresado. La mujer por la que él realmente se preocupa. Tú siempre fuiste temporal.

Me quedé sin aliento, pero sostuve su mirada. Y entonces otra figura salió con gracia del automóvil. Era ella, Alessia.

Ella llevaba un vestido blanco, simple y sin adornos, mostrando su belleza natural. Ese tipo de belleza que no necesita diamantes ni vestidos para dominar una habitación. En ese momento entendí por qué los ojos de Vincent siempre se perdían en otra parte.

—Bianca —la suave voz de Alessia la interrumpió, inquieta, tocando suavemente el brazo de la chica—. Por favor, no digas esas cosas. Valentina todavía es tu cuñada.

Pero Bianca solo sonrió con desdén y dijo:

—¿Cuñada? No la insultes. Mi hermano cruzó océanos por ti, no por ella. Cada regalo y cada viaje, todo fue por ti. Ella también lo sabe.

Bianca se volvió hacia mí de nuevo, con un tono cortante como el vidrio.

—Bueno. No te quedes ahí parada. Entra las maletas de Alessia. Mi hermano dijo que se va a quedar aquí.

Eché un vistazo a las maletas y luego volví a mirar a Bianca. Luego, con dignidad silenciosa, me aparté y abrí las puertas de la villa. —El personal se encargará de ellas.

Sus tacones golpearon furiosamente el suelo de mármol, pero antes de soltar otra palabra, las pesadas puertas volvieron a abrirse.

Vincent entró. Sus ojos examinaron la habitación y, cuando encontraron a Alessia sentada en el sofá, toda su expresión cambió. El alivio se transformó en algo peligrosamente cercano a la ternura.

Cruzó la entrada, ignorándome por completo. Su voz era baja, calmada y casi protectora.

—Tu apartamento no ha sido habitado en años. No es adecuado para ti. Quédate aquí hasta que esté renovado.

El aire se hizo más tenso a mi alrededor.

Alessia se mordió el labio, indecisa y dijo: —Vincent... quizás no debería. Aquí vives tú con Valentina. No quiero entrometerme.

Antes de que ella pudiera levantarse, él extendió la mano, con firmeza y seguridad, detendiéndola.

—No, quédate. No te preocupes, a Valentina no le importará. Ella es... generosa.

Sus palabras me hirieron profundamente, aunque esa no hubiera sido su intención. Para él, yo era complaciente, perdonadora e infinitamente paciente. Pero para mí, más bien sonó como un borrón.

Forcé una pequeña sonrisa y mi voz salió más suave de lo que pretendía.

—Claro que no me importa. Alessia, siéntete como en tu casa. Esta casa es tanto tuya como mía.

Porque, en verdad, estaba clara de lo que siempre me había rehusado admitir. Esa casa siempre había sido de ella y ese hombre también le pertenecía. La única que no pertenecía a ese sitio... era yo.

Pero esa vez, no suplicaría. No lloraría, no me aferraría, ni competiría. Los dejaría tener su amor, su familia y su imperio construido sobre sangre y lealtad.

Me iría sin nada. Porque eso seguía siendo mejor que vivir en el anonimato.
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