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Capítulo 2

Penulis: Jinensea
Samantha, sin ganas de lidiar con las hermanas, se acercó a Gael. Se inclinó y lo llamó.

—Gael.

Dormía profundamente, sin reaccionar. Karina volvió a meterse para fastidiarla.

—Despierta. Ya llegó tu sirvientita.

La palabra “sirvientita” provocó las risas de los demás.

—En serio, me encantaría preguntarle a Gael dónde consiguió a esta sirvientita. Dicen que es súper dedicada, que le trajo caldo por tres años sin faltar un solo día.

—Es una arrastrada. Si tú te vieras como Gael, también tendrías mujeres regalándose.

—Jajaja.

Las miradas del grupo se posaban en Samantha, tratándola como si fuera un payaso. Ignoró las burlas y se dirigió a Renata.

—¿En cuánto se vende una de tus pinturas ahora? ¿Diez mil dólares?

—¿Y tú para qué preguntas eso?

Karina se interpuso para proteger a su hermana, como si el simple hecho de que Samantha le hablara fuera un insulto. Entonces Samantha se dirigió a ella.

—Y tú, Karina, ¿cuánto te dan a la semana? ¿Diez mil, veinte mil, o cincuenta mil dólares al mes?

—¿Y a ti qué te importa?

—En realidad no me importa. Solo es curiosidad. Quería saber si lo que les dan a ustedes, las niñas ricas, es más de lo que gano yo, la sirvienta. Porque a mí me tocan cien mil dólares al mes. Y, claro, puedo usar la tarjeta adicional de Gael como se me antoje.

El reservado quedó en silencio. La mención de usar la tarjeta de Gael sin límites despertó un destello de envidia en los ojos de Renata.

Singlekill.

Sabía que el dinero que recibían ellas no superaba, con suerte, unas cuantas decenas de miles, y que sus tarjetas de crédito definitivamente tenían límite. Les dedicó una sonrisa de desprecio antes de ayudar a Gael a levantarse para salir.

Un mesero en la puerta se apresuró a ayudarla. Samantha recordó algo más y se volteó.

—Esta noche invito yo. Tomen lo que quieran. Si la cuenta no llega a los cien mil dólares, voy a pensar que le están haciendo un feo a Gael.

El silencio volvió a reinar en el privado.

Doublekill.

El mesero la ayudó a meter a Gael en el auto. Samantha le dio las gracias y se fue.

De vuelta en la residencia de San Pedro, apenas dejó caer a Gael en el sofá, él abrió los ojos. Su mirada, que debería ser seductora, era dura y de un desagrado que no intentaba ocultar. Así que todo el tiempo estuvo fingiendo.

La dejó ir a propósito para que Renata y sus amigas la humillaran. Aunque estaba acostumbrada, el dolor sentimental era inevitable.

Reprimió ese sentimiento y le preguntó con calma:

—¿Quieres un caldo?

Gael se rio con burla.

—¿No que ya no ibas a prepararme nada?

Su tono era el de alguien que se sentía victorioso, como si siempre hubiera sabido que ella no hablaba en serio.

—Te preguntaba si querías algo para la resaca.

A Gael nunca le habían gustado los caldos que ella le preparaba. Siempre tenía que ingeniárselas para convencerlo de que los tomara, y aun así él se quejaba de que le dejaban un sabor a hierbas.

Pero él no tenía idea de que eran medicinales, preparados específicamente para limpiar las toxinas de su cuerpo.

Se sabía que era indiferente a las mujeres. Incluso él mismo se creía un hombre de convicciones firmes, capaz de permanecer indiferente aunque una mujer se desnudara en sus brazos.

En realidad, no todo le funcionaba como debía. Alguien le había administrado un veneno de acción lenta. No era letal, pero lo había despojado de su virilidad, condenándolo a no tener descendencia.

La tía de Gael lo había obligado a casarse con ella no por miedo a que una alianza con Renata Mendoza debilitara su poder, sino porque Samantha era la única que podía curarlo.

Esos eran secretos que Gael nunca descubriría.

—Cada vez que me ves, sales con tu caldo, caldo, caldo. ¿No sabes decir otra cosa?

Malinterpretó sus intenciones y su expresión se volvió seria. Samantha cambió de tema con facilidad.

—Entonces hablemos del divorcio. Viste el mensaje que te mandé, ¿no? Mañana a las diez de la mañana. Dile a tu asistente que no te agende nada para que podamos firmar los papeles.

Gael no respondió.

—Perdón por haber ocupado el lugar de Renata estos tres años. Solo resiste una noche más. Mañana termina todo.

Bajó la mirada, sintiendo otra vez esa presión.

Estaba dispuesta a divorciarse, algo que él debería celebrar. Sin embargo, al escucharla decirlo con tanto desapego, sintió un coraje inexplicable. Su tono se volvió más cortante.

—¿Tú eres la que me va a dejar el lugar a mí, o soy yo el que te lo va a dejar a ti?

Samantha no entendió.

—¿Qué?

—Tú sabes lo que quiero decir.

—¿Cómo voy a saberlo si no me lo dices?

—No te hagas la tonta. Mi tía apenas murió y ya estás pidiendo el divorcio. ¿Crees que no me doy cuenta? Ya no está la persona que te daba tus cien mil dólares al mes. Sabes muy bien que sin ella obligándome, yo ni siquiera pondría un pie en esta casa, y mucho menos te dejaría usar mi tarjeta. Una mujer como tú, tan desesperada por dinero, seguro ya tiene listo a su siguiente cliente.

Sus palabras eran venenosas. Samantha había escuchado frases similares durante tres años. Sería mentira decir que no le dolía.

El primer año de casados, todo el dinero que le daba la tía de Gael lo usó para pagar las quimioterapias de su abuelo.

Después de que él falleció, ahorró cada centavo que no gastaba en las hierbas medicinales que necesitaba para el tratamiento de Gael.

Hace un mes, en una subasta de medicina especial, un comprador anónimo pagó dos millones cuatrocientos mil dólares por una raíz milenaria.

Esa raíz terminó en el estómago de Gael. El efecto fue notable. Ahora ya podía “reaccionar” ante cualquier mujer.

Con su poder, le bastaría una llamada para averiguar el destino de todo ese dinero. Pero su prejuicio era tan grande que la veía solo como una interesada. Probablemente, incluso si descubriera la verdad, pensaría que todo era parte de otro de sus trucos.

—Muy calladita. Di en el blanco, ¿no?

Como no respondía, él no la dejó en paz.

De tanto escuchar insultos, poco a poco se había vuelto inmune. Ya no importaba lo cruel que fuera o las cosas horribles que le dijera; las palabras le entraban por un oído y le salían por el otro. Mañana se divorciarían. Solo tenía que resistir un poco más.

Se armó de valor y le sonrió.

—Si pensar eso te hace sentir mejor, por mí está bien.

Dicho esto, se levantó para irse.

Al pasar a su lado, él la sujetó de la muñeca y tiró de ella con fuerza, haciéndola caer sobre el sofá. Su cuerpo firme la inmovilizó, y su aliento alcohólico le golpeó la cara.

—¿Qué te pasa? ¿Estás loco?

La cercanía era abrumadora; Samantha sintió el peligro. La mirada de él era amenazante.

—Ocupaste el puesto de la señora Castillo por tres años sin cumplir una sola vez con tus obligaciones. ¿En serio crees que mi familia es una obra de caridad? Vamos a ver si una mujer que cuesta cien mil dólares al mes viene con diamantes incrustados.

Apenas terminó de hablar, sus labios se estrellaron contra los de ella, en un beso dominante y desprovisto de cualquier calidez. Por instinto, Samantha intentó resistirse, pero de pronto, como si recordara algo, dejó de luchar.

Al verla ceder, el desprecio en la mirada de Gael se intensificó, pero su cuerpo, traicionándolo, clamaba por poseerla. Ya no tuvo tiempo para analizar por qué sentía un deseo incontrolable por ella.

Habían compartido la cama durante tres años y nunca lo había atraído de esa manera.

Tenía que ser por su descaro al buscar ya un reemplazo. Eso lo había enfurecido. ¿Por qué debería dejarla irse intacta? Incluso divorciada, quería marcarla con una etiqueta que no pudiera quitarse.

La aborrecía, así que no había lugar para la ternura.

El dolor la hizo llorar. Era una agonía más profunda que todas las palabras hirientes que él le había dicho durante tres años. Pero Samantha no se quedó quieta. Lo arañó y se defendió como pudo, lo que solo provocó que la tratara con brutalidad.
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