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Capítulo 6

Penulis: Jinensea
Samantha ya estaba esperando en el registro civil a las dos cuarenta de la tarde. Dieron las tres y Gael no aparecía. Supuso que era por el tráfico.

A las tres y media, seguía sin llegar, así que le marcó, pero no contestó. Cuando dieron las cuatro, salió del registro civil y tomó un taxi hacia el Grupo Atlas.

Samantha conocía bien el lugar. Durante los últimos tres años, siempre que Gael estaba en la oficina, ella le había llevado el almuerzo religiosamente, sin importar el clima. Por eso le sorprendió que esta vez, a diferencia de todas las anteriores en las que subía sin problemas, la recepcionista le impidiera el paso.

—Disculpe, ¿tiene cita?

La recepcionista era una cara nueva. No se imaginó que, ahora que Gael tenía el control total del grupo, se desharía incluso de la recepcionista que su tía había contratado.

Realmente debía de odiar a su tía. Se dio la vuelta y le mandó un mensaje a Gael.

“Estoy abajo. Si no quieres que la nueva recepcionista se entere de que soy tu esposa, déjame subir”.

Estaba segura de que él no querría que nadie supiera quién era ella. Tal como lo esperaba, Erick Gómez, su asistente, bajó casi de inmediato para llevarla hasta el último piso en el ascensor privado del director.

—El señor Castillo está en una junta. Tendrá que esperarlo un momento. ¿Le ofrezco un café?

Erick abrió la puerta de la oficina. Samantha se negó y entró.

La oficina de Gael no había cambiado. Conservaba el mismo estilo minimalista en blanco y negro, donde lo único que destacaba era el cuadro que ocupaba toda la pared detrás del escritorio: una ballena solitaria, pintada con un realismo impresionante.

Cada vez que iba, su mirada terminaba inevitablemente en esa pintura, sobre todo en la pequeña inscripción en la esquina. “La ballena nada hacia el mar, yo hacia ti”.

La ballena era Gael, y esa “yo” era Renata. Gael le había encargado esa pintura a ella antes de su boda, como una forma de manifestar su descontento por la obligación que su tía le impuso de casarse con Samantha.

Cada vez que la veía, recordaba con dolor lo mucho que él la detestaba. Estaba absorta en sus pensamientos cuando él regresó.

Ella apartó la mirada, ocultando el rastro de tristeza en su mirada.

—¿No habías dicho que a las tres? ¿Por qué no fuiste?

Él le lanzó una mirada burlona.

—Y tú habías dicho que ayer a las diez de la mañana, y tampoco fuiste.

—¿Y no sabes por qué no fui?

—¿Qué voy a saber? Si no mal recuerdo, anoche el que hizo todo el trabajo fui yo.

***

No podía creer que hablara de eso con la misma naturalidad con la que alguien comentaría qué cenó la noche anterior. Qué descarado.

Gael podría ser un descarado, pero ella todavía tenía dignidad. Miró la hora.

—Yo te fallé una vez, tú me fallaste una vez. Estamos a mano. Si nos vamos ahora, todavía alcanzamos a llegar.

—No tengo tiempo.

Gael se dirigió a su escritorio. Samantha se interpuso en su camino.

—¿Qué pretendes?

Con el brazo de ella extendido frente a él, por fin notó la gasa que le cubría la mano.

—¿Qué te pasó en la mano?

La pregunta se le escapó sin pensar.

—Vaya, parece que al señor Castillo por fin le volvió la vista, después de estar ciego desde anoche.

Si se hubiera muerto, para cuando él se diera cuenta y fuera a recoger el cuerpo, ya estaría en descomposición.

En realidad, Gael se arrepintió de haber preguntado en cuanto lo hizo. ¿Por qué se preocupaba por ella? Al escuchar su sarcasmo, se molestó de nuevo.

—Encima de que uno se preocupa, sales con esas cosas.

Samantha levantó la mano derecha, la que tenía vendada.

—Eso te lo aplico a ti.

Cada quien sabía quién era el malagradecido ahí.

Gael se quedó confundido por un momento. Una sensación familiar, casi olvidada, lo invadió. Recordó que, durante los últimos tres años, ella solía hacer ese tipo de comentarios ingeniosos de vez en cuando, solo para intentar sacarle una sonrisa y convencerlo de que se tomara las infusiones medicinales que le preparaba.

Pero desde que su tía había fallecido, no había vuelto a prepararle nada, y mucho menos había intentado hacerlo reír.

—¿En qué piensas? Si no nos vamos ya, no vamos a llegar.

Samantha agitó una mano frente a su cara.

La vista de la gasa en su mano le resultó molesta. La apartó con un gesto y caminó hacia el escritorio.

—¿No ves la pila de documentos que tengo aquí? Crees que todo el mundo puede ganar cien mil dólares al mes por quedarse en casa durmiendo, como tú.

Otra vez con lo mismo. Samantha empezaba a perder la paciencia.

—Ese dinero no lo pones tú, así que no sé de qué te quejas. No lo digas como si me estuvieras manteniendo.

En tres años de matrimonio, no le había aceptado ni un centavo.

—¿Qué? ¿Te molesta que no te dé dinero?

Gael rio con desprecio antes de hacer la pregunta:

—¿O es que ahora te lo da David Herrera?

Samantha se quedó pasmada por un instante.

—¿Nos viste?

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