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Rosa Del Desierto
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Penulis: Lita Candela

Capítulo 1

Penulis: Lita Candela
Santa Cruz, un pueblo en la frontera noroeste. Samantha Carrillo iba de regreso, capturada tras su nuevo intento de fuga.

El sol calcinaba la arena y el polvo lo cubría todo. Se cubría la cabeza y la cara con un pañuelo para protegerse de las ráfagas de arena y grava que levantaba el viento.

Un jeep viejo y destartalado se acercó lentamente desde la dirección opuesta y se detuvo frente a ella y los hombres del pueblo.

Mientras la ventanilla bajaba con un chirrido, alcanzó a ver el perfil afilado del conductor. Su cabello, de un rojo intenso, estaba atado en una coleta baja, con algunos mechones sueltos cayéndole sobre la frente.

Giró la cabeza, revelando una cara que, aunque marcada por el tiempo, conservaba su atractivo. Tenía un aire refinado, ajeno a la rudeza del desierto.

El recién llegado ignoró a Samantha, que estaba atada, y sacó un fajo de billetes para preguntar por la gasolinera más cercana.

Los hombres del pueblo no eran bilingües, por lo que no entendieron lo que decía, pero sus miradas no se apartaban del dinero que ofrecía.

La mirada de Samantha era intensa. Sus ojos pasaron del fajo de billetes a la mano que él mantenía en el volante.

Mañana por la mañana, la casarían con el cacique para que le diera un heredero. Le quedaban menos de veinte horas y no tenía a dónde huir.

¡Pero entonces apareció él! Tenía un auto. Y podía sacarla de ese infierno.

Cuando el conductor, sin entender una palabra, arrugaba la frente y se disponía a retirar la mano, escuchó la respuesta clara de la mujer.

—Hay un pueblo a unos veinte kilómetros. Busque una casa amarilla, ahí venden gasolina, pero no es barata.

Ese fue el primer encuentro entre Samantha y Bruno Fuentes. Mientras veía alejarse la nube de polvo que levantaba el jeep, ignoró la euforia de los hombres que habían recibido el dinero y rogó en silencio que él no se fuera de la región demasiado pronto.

Desde la ventanilla entreabierta, el conductor echó un vistazo casual al retrovisor y vio a la mujer, que seguía la trayectoria de su auto con la mirada.

Nunca habría imaginado que en esa tierra desolada, sin siquiera señal de celular, pudiera florecer una rosa tan resistente y bella. Una lástima… Él mismo estaba hundido en su propio pantano y no tenía intención de involucrarse.

En el noroeste, el cielo tardaba más en oscurecer.

Desde aquí, el camino de vuelta al pueblo cruzaba el desierto. De noche, era imposible distinguir las arenas movedizas, un peligro constante.

Los hombres decidieron pasar la noche en una choza abandonada. Continuarían el viaje al amanecer.

Para evitar que Samantha volviera a escapar, la ataron con fuerza al tronco de un árbol seco en el patio y pusieron a una de las mujeres a vigilarla.

Aun así, no querían que su futura novia pasara hambre, así que le dieron un trozo de pan duro.

Samantha no se resistió. Se comió todo el pan, recuperando fuerzas para su último intento de fuga en la noche.

Miró el viejo reloj en su muñeca. Faltaban solo trece horas para la boda que el cacique había organizado. Si no escapaba ahora, no habría otra oportunidad.

Una vez que anocheció, los ronquidos comenzaron a oírse desde el interior de la choza.

Abrió los ojos, despierta. Con mucho cuidado, sacó la cuchilla que llevaba escondida en el cinturón, a la altura de la espalda. Sin importarle los cortes que pudiera hacerse, cortó la gruesa soga con la mayor rapidez posible.

Cuando se ponía de pie, la mujer que la vigilaba se movió, y se le detuvo el corazón.

Tras asegurarse de que seguía dormida, Samantha corrió hacia la oscuridad de la noche, sin atreverse a mirar atrás.

El punto donde se había encontrado con el conductor. Estaba a más de veinte kilómetros del pueblo al que se dirigía el desconocido. Después, habían caminado tres o cuatro kilómetros en dirección contraria. La distancia parecía un camino interminable.

Caminar de noche por el desierto era agotador. Cuando el tiempo se reducía a las últimas siete horas, aún en medio del desierto, se detuvo para tomar aire y escuchó unas voces a lo lejos.

—¡Ahí está! ¡Rápido, atrápala!

Maldita sea. Samantha no se atrevió a detenerse y echó a correr.

Rodó por dunas de arena varias veces, pero una y otra vez se levantaba y volvía a escalar, siguiendo la guía de las estrellas para salir del desierto.

Quedaban solo dos horas en la cuenta regresiva. Antes del amanecer, llegó a la casa amarilla. Una sonrisa que no había sentido en mucho tiempo apareció en sus labios: lo había logrado.

Pero no había rastro del jeep, ni delante ni detrás de la casa.

Se desplomó en el suelo, sin fuerzas. Con los labios partidos y la garganta reseca, la última chispa de esperanza en sus ojos se extinguió.

Pero un instante después, se obligó a levantarse, aferrándose a una última posibilidad.

Las ventanillas del jeep no eran muy oscuras y no parecía llevar muchas provisiones. Seguramente necesitaría reabastecerse.

Más adelante se extendía el Desierto de Altar, el más grande del país.

Desierto, montañas, páramos…

Incluso en auto, cruzarlo llevaría siete días y siete noches. ¡Samantha apostó a que él pasaría la noche aquí para prepararse!

No había hoteles, solo una docena de casas de adobe. Fue de casa en casa, buscando.

En el patio de la casa más apartada, volvió a ver aquel jeep cubierto de polvo.

El muro del patio no era alto. Samantha saltó adentro con agilidad, observó su entorno con cautela y se acercó agachada a la casa que estaba frente al auto.

Usó la cuchilla para forzar la cerradura.

Al empujar la puerta, apretó la cuchilla con fuerza, con el corazón en la garganta.

Apenas entró, una ráfaga de movimiento la sorprendió. El sujeto le sujetó ambas manos y se las torció a la espalda. La inmovilizó contra la pared con una fuerza abrumadora. Sus movimientos eran precisos y entrenados. No le dejó el más mínimo espacio ni la fuerza para resistirse.

—No… no vengo a hacerte daño…

La voz del intruso le sonaba familiar. Bruno sacó un encendedor. Con el chasquido, la llama iluminó los ojos aterrados de Samantha.

Arrugó la frente, reconociéndola como la mujer del pañuelo.

Sintió que algo tibio le corría por la palma de la mano.

Bajó la mirada hacia las delgadas muñecas que sostenía. Las marcas de las ataduras eran evidentes, junto con múltiples cortes y raspones.

Y… su sangre.

Bruno la soltó y retrocedió un par de pasos. Su voz sonó dura:

—¿Qué haces aquí?

No veía ninguna razón para volver a encontrarse con ella.

El amanecer se acercaba y Samantha sentía una angustia creciente. No estaba segura de si él la ayudaría a escapar. El día anterior, había ignorado su petición de ayuda. Aunque no tenía ninguna certeza, decidió ser directa.

—Te lo ruego, sácame de aquí.

La escena de su primer encuentro seguía fresca en su memoria. Consciente de que la mujer frente a él era un problema considerable, Bruno la rechazó sin piedad.

—No.

Era indiferente, carente de toda emoción.

La cara de Samantha palideció. El cielo afuera comenzaba a clarear.

Si los hombres del pueblo la encontraban de nuevo…

Al pensar en las mujeres que habían muerto consumidas por el cacique, se aterrorizó.

¡No! ¡No podía volver! Cuando se trataba de vida o muerte, todo lo demás era secundario.

Cerró los ojos, apretó la mandíbula y, en un acto desesperado, se quitó la ropa y se abalanzó sobre Bruno.

Era la joven más bella de la región. Poseía una belleza que no pertenecía a esa tierra árida, y una ambición que se negaba a ser enterrada bajo el polvo.

Su madre le había dicho que a los hombres de fuera les gustaban las mujeres dóciles. Ella no lo era, pero podía fingir.

Desde el instante en que ella empezó a desvestirse, Bruno había desviado la mirada, por lo que no anticipó su siguiente movimiento. Ese fue el segundo encuentro entre Samantha y Bruno.

Como un náufrago que se aferra a un trozo de madera, lo rodeó con los brazos, pegando su cuerpo al de él, que solo vestía una delgada camiseta. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas.

—Por favor… Eres mi única esperanza…

Sus palabras lo hicieron vacilar. Hacía mucho tiempo, él había escuchado una súplica similar, pero al final no pudo salvar a esa persona, un fracaso que se convirtió en una carga insuperable.

Se le detuvo el corazón. La mano con la que iba a apartarla terminó sujetándola con firmeza por la cintura.

Desde la opulenta capital hasta este remoto pueblo fronterizo. Su corazón, autoexiliado durante meses, encontró un instante de calma inesperada en la joven que sostenía en sus brazos.

Si todos decían que él era la única escoria de la familia Fuentes… Entonces… Que se pudran.

Al sentir el calor de la mano de él en su cintura, Samantha no supo si habían sido sus palabras o su cuerpo lo que lo había convencido. Pero supo que había ganado la apuesta.

Ese día, Bruno se llevó a Samantha, pero no tenía intención de tocarla.

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