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Capítulo 7

Penulis: Celia Soler
Estaba por decirle que me sentía cansada, pero colgó.

Ricardo me miró.

—¿Tienes otro compromiso esta noche?

Negué con la cabeza.

—No sé, no me dijo nada.

Apenas habíamos probado la comida y el ambiente era perfecto. No quería arruinarlo, así que tomé el celular para decirle a Diego que no iría, pero Ricardo me interrumpió.

—No, no le digas que no —dijo—. ¿Y si quiere hablar sobre mi ascenso?

La imagen perfecta que me había hecho en la cabeza se derrumbó por el golpe de realidad.

—¿Es que no piensas en otra cosa que no sea tu ascenso? ¿No ves que estoy agotada? No quiero ir, solo quiero descansar.

Ricardo se apresuró a calmarme. Me tomó la mano y dijo con dulzura:

—Mi amor, perdóname, es mi culpa. Soy un inútil, si no, no te habría pedido que le rogaras. Pero ya conoces nuestra situación… No tenemos otra opción.

Se colocó detrás de mí y comenzó a masajearme los hombros. Me susurró al oído para convencerme:

—Si el señor Soler te llamó personalmente, debe ser por algo importante. En cuanto me den el ascenso, te juro que con mi capacidad voy a consolidar el puesto de gerente. Y entonces ya no tendrás que pasar por todo esto.

La verdad era que si Diego me pedía que fuera, no me atrevía a negarme. No por Ricardo, sino por la deuda de mi familia. Diego la había pagado por mí, y yo estaba en deuda con él. No tenía derecho a decirle que no.

Ricardo me había vuelto a atrapar en un matrimonio de culpa y lástima. Me habían dicho que los sufrimientos de una mujer casada son el resultado de las estupideces que hizo de soltera. Antes pensaba que yo era la excepción, pero me fui dando cuenta de que también había perdido el juicio.

***

El carro se detuvo frente al restaurante El Cantil. Antes de que bajara, Ricardo me tomó de la mano.

—Mi amor, no te olvides de lo otro. Tienes que aprovechar la oportunidad.

¿Aprovechar la oportunidad? Un hombre que no puede tener hijos, obsesionado con la idea de ser padre. Era ridículo. Le pregunté con resentimiento:

—Él se cuida, ¿cómo se supone que me aproveche?

Ricardo señaló mi broche con aire de conspirador.

—Usa esto. Para romperlo.

Me quedé sin palabras. Así que para eso quería que me pusiera el broche. Ricardo me suplicó:

—Mi vida ya está arruinada. Tener un hijo contigo sería lo único que me haría feliz. No importa de quién sea. Con que lo tengas tú, yo lo voy a criar como si fuera mío. Vamos, Gabriela, sé que es mucho pedir.

Cada vez que me decía eso, sentía asco. No pude evitar preguntarle:

—¿En serio no te importa criar al hijo de otro?

Ricardo volvió a poner su cara de desdicha y agachó la cabeza.

—Mi amor, es que no soy un hombre… No soy un hombre… Ni yo mismo me respeto…

Empezó a llorar abrazado a mí, y su llanto me partió el corazón.

—Ya, ya, no llores —le dije, dándole palmaditas en la espalda para calmarlo. Me sentí culpable—. Perdón, fui muy dura.

¿Qué hombre estaría dispuesto a que su esposa le fuera infiel para tener un hijo? Poniéndome en su lugar, podía entenderlo. No era que no le importara la sangre, era que él no podía. Era demasiado orgulloso y le importaba demasiado el qué dirán. Jamás permitiría que nadie se enterara de que era estéril. Por eso prefería que yo tuviera un hijo de otro, con tal de mantener las apariencias.

Al bajar del carro, frente al restaurante, me abrazó y me insistió:

—No olvides lo más importante.

Al notar la ansiedad en su mirada, supe hasta qué punto deseaba que quedara embarazada.

***

Abrí la puerta del privado. Diego estaba sentado, bebiendo café tranquilamente. Sus ojos se fijaron en mí, recorriéndome de pies a cabeza.

Para atraerlo, Ricardo me había elegido un vestido negro cortísimo. Al quitarme el abrigo, mis piernas quedaron al descubierto, y yo misma, avergonzada, intenté bajar un poco el dobladillo.

Cuando me senté, su mano se posó con naturalidad sobre mi pierna.

—¿Cómo llegaste?

Evité su mirada.

—En taxi.

Se quedó en silencio. Levantó la vista, esperando que le dijera la verdad. Miré hacia la ventana, desde donde se veía la entrada principal del restaurante. Seguramente había visto a Ricardo dejarme.

Agaché la cabeza.

—Me trajo él.

—Ay, Gabriela…

Su tono, de reproche y decepción, sonó extrañamente tierno. Con calma, llenó la taza que estaba frente a mí.

—Afuera está helado. Bebe un poco de café para que entres en calor.

—Gracias —dije, y le di un sorbo.

—¿Ya pensaste en lo que te dije? —preguntó.

Me quedé en blanco.

—¿En qué?

—En el aeropuerto, antes de despedirnos. Te dije que te divorciaras.

—Ah… —Me tomó por sorpresa—. Es que…

Me quedé sin saber qué decir. Él no me presionó. Me perdí en mis pensamientos mientras miraba mi taza. Era de porcelana blanca, con un brillo suave que me recordó a él: elegante, tranquilo y con una presencia imponente. Apoyó la mano despreocupadamente en el respaldo de mi silla.

—Mañana te divorcias de Ricardo.

No lo dijo como una sugerencia, sino como una orden.

—Señor Soler, me temo que no puedo aceptar.

De reojo, vi que acercaba su pierna a la mía y se inclinaba hacia mí.

—No entiendo qué le ves para seguir con él.

Yo tampoco entendía por qué insistía tanto. Me atreví a decirle:

—Señor Soler, para usted soy algo pasajero. Sé que todo esto es temporal, que solo soy una novedad. No tiene por qué complicarse la vida conmigo. Además, si me divorcio, para usted sería más fácil, yo estaría siempre disponible. ¿Pero yo qué? Me quedaría sola, con la etiqueta de divorciada en una ciudad donde no tengo a nadie. Ricardo es quien me ha dado un hogar estable y me cuida. No puedo abandonarlo.

No le decía todo esto esperando que se compadeciera de mí, sino para recordarle que no podía pedirme que arriesgara mi matrimonio solo por un capricho suyo.

Mi respuesta no pareció sorprenderlo. Con un gesto indiferente, volvió a servirme café, pero no se detuvo ni siquiera cuando el líquido empezó a derramarse por los bordes de la taza. Me quedé perpleja.

—Señor Soler, el café…

Diego solo dijo:

—Una persona es como esta taza. Tiene un límite de lo que puede contener.

Supe que, para él, yo era esa taza. Me estaba advirtiendo que no olvidara cuál era mi lugar.

—Gabriela —dijo mientras dejaba la taza y se limpiaba las manos lentamente con una servilleta—. Si tú no encuentras la forma de divorciarte, yo te ayudaré a encontrarla.

—Yo…

Antes de que pudiera negarme, Diego levantó una mano y me miró fijamente a los ojos.

—¿Para quién es el teatro? Estás en un matrimonio sin intimidad. ¿Qué te da él, aparte de ser una carga?

—Amor —dije sin pensar.

Al escuchar esa palabra, una sonrisa casi imperceptible definió sus facciones. No era una burla; parecía más bien lástima, o la resignación de quien ve a alguien que no quiere aceptar la realidad.

—¿Piensas que él te ama?

Asentí, convencida.

—Sí.

Hizo un gesto con el mentón hacia mi teléfono.

—Llámalo. Dile que venga a recogerte.

No entendí por qué, pero obedecí. Supuse que mi negativa lo había molestado y que por eso quería que me fuera. Le marqué a Ricardo y le pedí que viniera por mí. Por su tono de voz, parecía que hasta le molestaba.

Me puse el abrigo, lista para irme, pero Diego salió conmigo. Nos quedamos parados en la entrada. La temperatura había bajado y hacía frío. Él tomó mi mano y la metió en el bolsillo de su abrigo. Intenté sacarla por miedo a que alguien nos viera, pero me la sujetó con fuerza.

—Señor Soler… —dije, mirando a todos lados con nerviosismo—. Nos pueden ver.

Giró la cabeza y me miró desde arriba con una actitud divertida.

—Pero la que tiene más miedo de que la vean eres tú, ¿o no?

Su comentario me dejó sin respuesta por un momento.

—Pero… Si un cliente lo viera tan cercano a una mujer casada, podría afectar la imagen de la empresa.

—¿Estás preocupada por mí o tú tienes miedo?

No podía admitir que me aterraba que un conocido me viera. Eso solo sería buscarme problemas.

—… Me preocupa usted.

Diego no se tragó la mentira, pero no dijo nada.

—Tranquila. En el mundo de los negocios a nadie le importa esto. Solo les importa el dinero.

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