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Capítulo 8

Author: Celia Soler
Él ya había sido claro. Insistir en el tema solo me habría hecho parecer necia. Diego miraba hacia el frente y dijo con indiferencia:

—Ivanna viene a la oficina la próxima semana. Hay un cliente con el que se lleva bien y necesitamos que ella se encargue de la relación. Como es costumbre, Javier se ocupa de recibirla, pero tuvo una emergencia familiar anoche y acaba de irse, así que no hay que molestarlo. Esta vez te encargas tú.

—Está bien. ¿Cuántas personas vienen?

—Una.

Hablamos un poco más sobre los detalles de la visita y los preparativos necesarios. Al final, me pidió que reservara una habitación y le mandara el número.

Ya había escuchado rumores en la oficina sobre lo cercanos que eran Ivanna y Diego. Decían que ella usaba la excusa de atender clientes para venir a la matriz y pasar tiempo con él, aunque del supuesto cliente nunca había ni rastro. En ese momento veía que no eran solo chismes.

***

—Bip, bip.

El claxon de un carro me sacó de mis pensamientos. Era Ricardo. El vehículo ya se había detenido frente a nosotros, pero Diego no me soltaba la mano. Ricardo bajó de prisa del asiento del conductor para abrirnos la puerta. Pensé que Diego solo me estaba acompañando hasta el carro, pero para mi sorpresa, me llevó de la mano y subió conmigo, justo frente a él.

—A Los Pinos.

Esa era una de sus tantas propiedades. Un complejo residencial de lujo en la mejor zona del centro, con seguridad de primera y un valor de mercado que era para quedarse con la boca abierta.

Durante todo el camino, Ricardo no paró de intentar adular a Diego con halagos tan rastreros que me hicieron retorcerme de la vergüenza.

Cuando el carro se detuvo frente a la entrada del edificio, Ricardo corrió de nuevo a abrir la puerta. Diego se bajó y me llevó con él. Nuestras miradas se cruzaron por encima del techo del carro; ambos estábamos paralizados.

Diego se despidió.

—Gracias por el viaje, López.

Ricardo se quedó pasmado un segundo antes de forzar una sonrisa.

—No diga eso, señor Soler. Es un honor para mí poder servirle.

—¿Servirme a mí?

Diego rio entre dientes y se volteó para mirarme.

—Tu servicio ha sido excelente. Vete a casa, y maneja con cuidado.

Dicho eso, me rodeó la cintura con el brazo y me guio hacia el interior del complejo.

Mientras caminábamos, él se movía con una calma absoluta, pero yo me sentía tensa y humillada. No creo que en todo el mundo existiera otra pareja como nosotros: un esposo llevando a su propia esposa a la casa de su amante.

Al entrar al departamento, Diego se quitó el saco y lo arrojó despreocupadamente sobre el sofá. Se desabrochó los dos primeros botones de la camisa, dejando al descubierto una clavícula bien definida. Le gustaba usar camisas blancas, que con su piel clara le daban un aire impecable. Apenas me quité el abrigo y me di la vuelta, lo vi de espaldas junto a la vitrina de licores, sirviendo dos copas de vino tinto.

Tenía la costumbre de beber algo para entrar en ambiente. Tomé la copa que me ofreció y la choqué ligeramente con la suya; se había vuelto una especie de ritual entre nosotros. Nos sentamos uno frente al otro en la barra. Se quitó las mancuernillas, las dejó sobre la superficie y se arremangó las mangas, revelando los músculos firmes de sus antebrazos.

Se bebió el resto del vino de un solo trago.

—¿A esto es a lo que llamas amor?

Me quedé sin palabras.

Desde el momento en que me hizo subir al carro, entendí su intención. No era que no tuviera su propio vehículo; quería usar esa noche para humillarme y restregarme en la cara lo que yo llamaba amor. Bajé la mirada, sin nada que decir en mi defensa. No había argumento posible.

—¿Todavía no lo entiendes? —me preguntó.

Claro que lo entendía. El que no entendía nada era él. Ricardo y yo solo planeábamos usarlo para que me embarazara. Me sirvió más vino, su voz sonaba suave.

—Dices que te ama. ¿Alguien que te ama, te entregaría a otro hombre? Eres demasiado ingenua.

Jugueteaba con la copa entre mis manos, pensando en cómo podría hacer que bajara la guardia esta noche. Si lograba embarazarme pronto, podría alejarme de él para siempre. Decidí mostrarme vulnerable.

—Señor, tiene razón, quizá soy ingenua. Lo admito. Pero es verdad que Ricardo me quiere. Tal vez no tiene su poder ni su dinero, pero en casa me cuida muchísimo. Hace todas las tareas y siempre está al pendiente de mí. Mi familia nunca fue muy cariñosa, mis papás eran fríos y muy estrictos. Cuando lo conocí, por primera vez sentí lo que era ser querida y aceptada.

Diego tomó un sorbo de vino, mirándome con diversión.

—Y solo por eso, ¿estás dispuesta a acostarte conmigo para impulsar su carrera?

Su pregunta hizo que mi discurso sonara patético, incluso ridículo. Para intentar salvar un poco de mi dignidad, continué:

—Usted ayudó a mi familia con sus problemas económicos, y por eso le estoy agradecida de corazón. También le dio a Ricardo una gran oportunidad en el trabajo, una plataforma para demostrar lo que vale. Tanto en lo personal como en lo profesional, estoy en deuda con usted y nunca lo olvidaré. Pero el amor que Ricardo y yo nos tenemos… eso es algo que usted no podría entender.

Diego me hizo una seña con el dedo para que me acercara. Me levanté y fui hacia él. Se bebió el vino que quedaba en mi copa y luego me besó, llenando mi boca con el sabor...

Sentí cómo desataba lentamente el lazo de mi blusa, como si estuviera desenvolviendo un regalo. El vino había encendido algo en su mirada, y sus besos se volvieron más feroces, más desesperados.

Pronto me vi incapaz de resistir su asalto. Me levantó y me sentó sobre la barra, donde nos entregamos el uno al otro sin reservas. En el reflejo del candelabro de cristal que colgaba sobre nosotros, podía ver nuestras siluetas entrelazadas, mis mejillas sonrojadas y mis ojos perdidos, sumergidos en el placer del momento.

Esta noche, él perdió el control. Intenté aprovechar la oportunidad para usar el broche, pero lo apartó de un manotazo.

En la quietud de la habitación, el sonido del broche al rodar por el suelo fue sorprendentemente nítido. Había perdido mi oportunidad, otra vez.

***

A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, tardé un segundo en reconocer los muebles y darme cuenta de que estaba en su casa.

Me puse una de sus batas y salí a la sala. No lo vi por ningún lado, pero una mujer de unos cincuenta años salía de la cocina con un tazón de avena caliente.

Al verme, me sonrió amablemente.

—Qué bueno que despertaste. El desayuno está listo.

—Oh... todavía no me he arreglado. Voy rápido y regreso.

Estaba por irme, pero me detuve.

—Disculpe, ¿cómo debo llamarla?

—Soy Luisa Cruz, una pariente lejana de Diego.

Sentí que él podía tener esa confianza con ella, pero yo no.

—Señora Cruz...

Apenas lo dije, me interrumpió con una sonrisa.

—Ay, no. Tú solo dime Luisa, como él. Por la costumbre.

—Yo...

No sabía cómo explicarle cuál era mi relación con él. La señora pareció notar mi incomodidad y se acercó para tranquilizarme.

—Dime, ¿cuántos años tienes?

Su pregunta me tomó por sorpresa.

—Veintiocho.

Ella me tomó la mano, sonriendo.

—¡Perfecto! Diego tiene treinta y uno, se llevan muy poco. Ay, este muchacho... de niño nunca dio problemas, pero ahora de grande nos tiene a todos con el Jesús en la boca. Llevo años cuidándolo y eres la primera mujer que trae a la casa.

El malentendido se estaba haciendo enorme. Intenté aclarar las cosas.

—Señora Cruz...

Ella arrugó la frente ligeramente.

—¿Mande?

Corregí de inmediato.

—Luisa.

Ella sonrió.

—Así está mejor.

Cuando iba a decirle que yo no era su novia, la puerta del estudio se abrió. Diego salió con unos papeles en la mano y se dirigió a Luisa, que estaba a mi lado.

—Luisa, vi que no hay mucho en el refrigerador. ¿Podrías ir a comprar algo fresco?

Luisa entendió al instante. Mientras se quitaba el delantal, dijo:

—¡Ay, es cierto! Si no me dices, se me olvida por completo. Voy al mercado. Ustedes dejen los platos en la mesa, los lavo cuando regrese.

Cuando se fue, Diego me entregó los papeles que traía.

—¿Y esto?

Pregunté mientras los tomaba. Mis ojos se abrieron como platos al ver las palabras “Solicitud de Divorcio” en la primera página. Lo miré, incrédula.

—Lo redacté esta mañana. Fírmalo y mis abogados se encargarán del resto.

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