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Capítulo 6

Author: Celia Soler
Para mi sorpresa, Ricardo fue a recogerme al aeropuerto cuando regresé. Al verlo, me moría de la vergüenza. Él, en cambio, se acercó como si nada y saludó a Diego con una sonrisa de oreja a oreja.

—Señor Soler, qué gusto. Espero que Gabriela no le haya dado muchas molestias.

Diego Soler, con una actitud indiferente, respondió con sequedad:

—No.

Dicho esto, caminó hacia la camioneta que esperaba en la acera. Vi cómo Ricardo corría para abrirle la puerta. Su actitud tan servil hizo que quisiera desaparecer de ahí. Pero él parecía acostumbrado; incluso inclinó la cabeza en un gesto de sumisión y cortesía.

—Pase, señor Soler.

Hasta el asistente lo miraba con desprecio. Yo, por mi parte, solo deseaba volverme invisible. La mirada de Diego dentro del carro no se apartaba de mí. Me hizo una seña con la mano, así que enderecé la espalda y me acerqué. Cuando llegaba, Ricardo me dio un jalón brusco y me susurró al oído.

—Súbete rápido. El señor Soler está muy ocupado, no le hagas perder el tiempo.

Al bajar del avión, Diego me había dicho que fuera a casa a descansar, que hablaríamos mañana. Desde el carro, vio cómo el jalón me hizo tambalear y se molestó.

—Señorita Robles, para mañana a primera hora quiero el informe de los distribuidores de Zafiro en mi oficina.

—Sí, señor Soler —respondí en voz baja, sintiendo que la cara me ardía de vergüenza.

Ricardo, que estaba detrás de mí, abrió la boca, confundido y sin saber qué hacer. Diego volvió a hacerme una seña con el dedo. No tuve más remedio que agachar la cabeza y acercarme. Se inclinó hacia mi oído y dijo:

—¿Cómo es que no te divorcias de un tipo así? ¿Para qué lo quieres? ¿Para no pasar Navidad sola?

Me quedé paralizada, sin saber qué responder. Él se enderezó en su asiento y le indicó al chofer que avanzara. Ricardo se quedó mirando las luces traseras de la camioneta, de puntitas, hasta que desapareció en el tráfico. Solo entonces se volvió hacia mí, lleno de curiosidad.

—¿Qué te dijo el señor Soler?

Lo miré, con el estómago revuelto.

—... Nada. Cosas del trabajo. Vámonos.

—¿Te dijo algo de cuándo me va a hacer gerente regional?

Negué con la cabeza.

—No. Solo me dijo que esperara noticias.

Para Ricardo, una promesa era suficiente para mantener la esperanza; estaba convencido de que Diego Soler cumpliría su palabra.

—Ah, por cierto, la próxima vez que hables con él, que no se te olvide recordárselo.

Harta de la conversación, caminé rápido a nuestro carro y me subí. El trayecto del aeropuerto a casa duraba más de una hora. Me quedé dormida al poco tiempo de arrancar.

Ricardo me despertó cuando llegamos al estacionamiento del edificio y luego fue a bajar el equipaje de la cajuela. Una vecina que pasaba por ahí se detuvo a saludar.

—Gaby, ¿de viaje de negocios?

Asentí con una sonrisa forzada.

—Sí, doña Carmen. ¿Sacó a pasear al niño?

—Claro, en el departamento no se está quieto, a fuerza quiere salir a jugar —dijo sin quitarle la vista de encima al área de juegos—. ¡Ay, ya se cayó! Luego hablamos, voy a ver qué le pasó.

—Claro que sí, vaya.

Ricardo se acercó con mi maleta y miró con fastidio la espalda de doña Carmen mientras se alejaba.

—Ni le hagas caso a esa vieja —murmuró—. Es una chismosa y nomás anda presumiendo a su hijo.

Lo miré, extrañada.

—Ricardo, no estaba presumiendo.

—Como sea, vamos a casa —dijo, tomándome del brazo para guiarme hacia la entrada.

Al recordar los últimos días, mi futuro se sentía incierto y desolador. Nuestra relación ya no tenía vuelta atrás, y yo estaba a punto de hundirme por completo en este matrimonio asfixiante.

A fin de cuentas, tanto para él como para nuestro matrimonio, yo era la infiel. Aunque fue él quien me empujó a esto, yo tuve la opción de negarme y no lo hice. Estaba agotada y solo quería descansar, pero él me bombardeaba con preguntas sin ofrecer una sola palabra de consuelo.

Yo, que siempre fui ignorada en mi propia familia, ahora me había convertido en el sacrificio de mi matrimonio. Llegué a pensar que, quizá no merecía ser feliz en esta vida.

Y en ese momento, pensé en Diego. De alguna manera, se había convertido en la única persona en la que sentía que podía apoyarme.

Me dejé caer en el sofá, agotada, escuchando su interminable cuestionario. Al principio respondí con paciencia, hasta que sacó el tema del embarazo.

—Es que no entiendo, ¿por qué no puedes lograrlo?

Me froté la frente, con un cansancio infinito.

—No sé, Ricardo. Ya no me preguntes.

—¿Y a quién le voy a preguntar si no es a ti? Si ustedes dos se la pasan...

Sus palabras me provocaron una punzada en el corazón. Lo fulminé con la mirada y, al darse cuenta de mi enojo, se arrodilló frente a mí y me tomó las manos, suplicando perdón con una cara de lástima.

—Mi amor, sé que te estoy pidiendo demasiado... Es mi culpa, soy un inútil, perdóname.

Se acurrucó en mi regazo, llorando mientras me abrazaba con fuerza. Mi coraje se desvaneció y le acaricié la espalda.

—No digas eso. Él es muy cuidadoso, siempre usa protección.

Ricardo levantó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas, y me besó la mano.

—Mi amor, nunca voy a olvidar lo que estás haciendo por nosotros. Te deberé esto toda la vida.

Por un instante, sus palabras aliviaron toda la angustia que había acumulado en los últimos días.

—Ya levántate —le dije, ayudándolo a ponerse de pie.

Al ver mi expresión, me preguntó con los ojos todavía rojos:

—Gabriela, ¿estás muy cansada? ¿Por qué no te vas a acostar? Yo preparo algo de cenar.

Su tono bondadoso me desarmó. Ya no tuve corazón para decirle nada más.

—Sí, el cliente era muy difícil. Estoy agotada.

Ricardo me acompañó a la recámara, luego regresó con un vaso de leche tibia y esperó a que me lo terminara. Me arropó antes de salir del cuarto.

Por fin podía estar tranquila. No sé cuántas horas dormí, pero cuando Ricardo me despertó, afuera ya era de noche.

—¿Qué hora es? —pregunté, somnolienta.

—Poco más de las siete —dijo en voz baja—. Ven a cenar.

Me senté a la mesa, sintiendo el cuerpo pesado. Había preparado sopa y bistec en salsa verde, todo lo que me gustaba.

—Primero la sopa, mi amor.

En esta casa, yo nunca tenía que preocuparme por las tareas del hogar. Era precisamente esa atención de Ricardo, ese cuidado que me hacía sentir protegida y querida, lo que me generaba tanta dependencia y me impedía dejarlo.

¿A quién no le gusta que la traten como a una reina?

Al verme tan desganada, tomó una cucharada de sopa, la sopló para enfriarla un poco y me la acercó a la boca.

—¿Está rica? —preguntó con una sonrisa.

Asentí.

—La sopa te quedó deliciosa, como siempre.

El líquido caliente me reconfortó el estómago y el alma, y poco a poco recuperé algo de energía.

—Ahora prueba el bistec. Lo dejé cocinando a fuego lento para que quedara suavecito.

Todo lo que había pasado en los últimos días se disipó con el calor de esa cena casera, y mi corazón se ablandó. Después de todo, cada familia es un mundo. Solo tenía que aguantar un poco más.

—Ricardo.

—¿Mmm?

—Voy a tratar de embarazarme lo antes posible.

Dejó los cubiertos a un lado y me tomó la mano, con los ojos llenos de gratitud.

—Mi amor, sabía que lo lograríamos. Con que tú no te rindas, es suficiente.

En ese momento, mi celular empezó a sonar en la recámara.

—Yo voy —dijo él, levantándose de un salto.

Cuando regresó, sus ojos se iluminaron.

—¡Es el señor Soler! ¡Es el señor Soler! —exclamó, mostrándome la pantalla.

Puso el altavoz y me hizo una seña para que contestara. Me aterró que dijera alguna de sus bromas subidas de tono. A veces, sobre todo cuando estábamos solos, se le salían comentarios que me hacían sonrojar.

Me humedecí los labios secos.

—¿Bueno?

Su voz fue breve y directa.

—Te quiero en el privado tres del restaurante El Cantil en media hora.

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