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Capítulo 3

Penulis: Andrea León
Angie estaba tan furiosa que empujó a mi hijo con todas sus fuerzas y le dio una fuerte patada en el estómago.

Él se dobló del dolor y terminó vomitando.

Llevaba días casi sin comer por estar a mi lado, y, con tanta hambre, lo único que tenía en el estómago era ácido. Por lo que salió fue sangre mezclada con bilis. Sin un solo trozo de comida.

En ese momento, se escucharon pasos viniendo del pasillo.

Angie cambió la cara al instante, como si nada hubiera pasado, y corrió a ponerle la ropa a mi hijo. Apenas terminó de subirle el cierre, Marc entró por la puerta.

—Ups, se me olvidó el reloj... ¿Ryan? ¿Qué haces aquí? —preguntó, mirando al niño con la frente hinchada, y, al notarlo, añadió—: ¿Qué diablos te pasó? Angie, ¿le pegaste a mi hijo?

Angie se llevó una mano a la frente, fingiendo mareo, como si fuera a desmayarse; por lo que Marc corrió a sostenerla, con cara de preocupación.

—Así no se puede... uno hace algo bueno y siempre sale perdiendo —dijo ella, mostrándole la muñeca ensangrentada.

Llorando, le contó que Ryan había estado afuera, gritando y golpeando la puerta. Que le dio pena y lo dejó entrar… pero que luego él empezó a tirarse contra las paredes y a amenazarla con que llamaría a la policía.

Marc vio la sangre en la muñeca y, aunque por un momento dudó, terminó creyéndole.

Pero yo sabía la verdad.

Mi hijo ya no tenía ni fuerzas para levantarse, mucho menos para hacerle daño a alguien. Esas marcas no eran de una mordida, era la sangre de mi hijo.

Uno de los guardaespaldas se acercó y levantó a Ryan del piso para que no se desmayara.

—¿Así que esto haces cuando yo no estoy? —preguntó Marc, mirándolo, decepcionado—. El hijo de la familia Hesselink se está volviendo un loquito por culpa de Ana. ¡Cuando nos divorciemos, no la volverás a ver!

Ryan no había soltado ni una lágrima cuando lo golpeaban, pero esas palabras… eso sí lo destrozaron.

—¡Papá! ¿Ya no quieres a mamá? ¿Tampoco me quieres a mí?

Esa vocecita temblorosa, su carita hinchada de tanto llorar... Marc se quedó helado.

Angie, fingiendo dolor, se apartó de sus brazos como si no pudiera soportar el dolor.

—Este niño... Papá es un adulto, no un bebé como tú. Él no rompe su carrito cuando se enoja, ni dice que ya no quiere más a nadie.

Marc miró al suelo y, al ver el carrito destruido, su expresión se endureció por completo.

Angie le hizo una seña a uno de sus hombres. Él sacó el celular y puso una grabación.

Se escuchaba a Ryan gritando, furioso:

—¡Asquerosa! ¡Bruja! ¡Devuélveme a mi hermanita! ¡Le voy a contar todo a mi papá! ¡Y a la policía también!

La cara de Marc se transformó, y los dedos le temblaban de rabia.

—Perfecto. Todo este show de niño consentido y malcriado… lo aprendiste de tu mamá.

Yo negué desesperada, gritando como loca.

—¡No! ¡No es así! ¡Ryan es un buen niño, maldita sea! ¡¿Cómo puedes dudar de tu propio hijo, sangre de tu sangre?!

Sin embargo, Marc no escuchó nada, y, rápidamente, le ordenó a los hombres que sacaran a Ryan de la habitación.

Mi hijo cayó al piso, sin moverse.

Marc recogió su reloj, tranquilizó a Angie, y, cuando salió, lo vio ahí tirado, boca abajo, junto a la puerta.

—¿Y sigues con el drama? Tan chiquito y ya te portas tan mal… —murmuró, tomándole una foto para enviármela, tras lo cual grabó un audio—: Mira esto. Ven a buscar a tu hijo. ¿O quieres que siga haciendo este espectáculo?

Lo que él no sabía es que yo estaba justo ahí, agachada junto a Ryan, llorando como si se me estuviera muriendo una y otra vez.

En ese momento, no odiaba ni a Marc ni a Angie... me odiaba a mí misma, por no haber podido protegerlo.

Por haber muerto tan pronto…

Y pensar que, cuando Angie se convierta oficialmente en su madrastra, él va a tener que vivir lo mismo cada maldito día.

Un segundo después, Marc solo sonrió y se fue.

Ryan, de a poco, empezó a despertar.

Tenía el cabello pegado a la cara, por culpa del sudor y la sangre seca. No tenía fuerzas para levantarse. Y lo único que pudo hacer fue arrastrarse, escaleras abajo.

—Mamá... quiero estar contigo, mamá...

Los médicos y enfermeros que pasaban lo miraban sin hacer nada. Algunos susurraban, otros reían, mientras yo lo seguía, sintiendo cómo algo dentro de mí se desgarraba con cada paso. Era como si caminara sobre cuchillas. Cada movimiento suyo me partía el corazón.

Cuando llegó a la cama, mi sangre ya se había enfriado por completo. Pero él no lo entendió, y, como si nada, sonrió.

—Qué bien... mamá ya se quedó dormida.

Y, con un suspiro, se desplomó al lado de mi cuerpo.

Al día siguiente, fue la señora de limpieza la que se dio cuenta, quien, al vernos, gritó aterrada, y salió corriendo, escaleras arriba.

—¡Muerta! ¡Está muerta!

Marc se levantó por el alboroto, con cara de fastidio, y empujó a los doctores que se cruzaban en su camino.

—Qué raro, Ana... Hoy no mandaste al niño para armar el show, sino que ahora usas a la señora de limpieza para que te ayude a hacerte la víctima, ¿no?

Pero cuando me vio ahí, tirada, con la piel más blanca que la pared… el color abandonó su rostro en un segundo.

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