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Capítulo 4

Author: Mora Quintera
—Señora, esto es un hospital. En el banco de sangre hay de todos los tipos, no hace falta que sea precisamente la mía —dijo Lía con la voz fría.

Norma frunció el ceño, con el rostro lleno de preocupación y duda.

—Pero…

Pero Lía ya ni siquiera la miró. Giró la cabeza hacia el hombre a su lado.

—Darío, dejé mi carta de renuncia en tu escritorio. Ya recogí todas mis cosas. Cuando tengas un momento, ve al despacho a firmarla.

—¿Qué carta de renuncia? —Darío frunció el entrecejo.

—¡Ay, niña! —Norma se puso nerviosa en cuanto lo oyó—. ¿Por qué haces este berrinche conmigo? Yo no quise decir eso.

Lía esbozó una sonrisa apenas marcada.

—Señora, descanse y cuídese. Todavía tengo que ir a recoger unas cosas, así que me voy ya.

Dicho eso, no volvió a mirar a nadie a la cara. Simplemente se dio la vuelta y caminó hacia el pasillo.

Apenas entró al elevador, las puertas ya estaban a punto de cerrarse cuando una mano grande se interpuso.

Las puertas se abrieron de nuevo y Lía se topó con un par de ojos negros.

Lía casi nunca veía nada distinto en la mirada de Darío.

La única excepción había sido aquella vez en que los del pueblo lo tiraron al suelo y lo sujetaron. Esa mirada, Lía sabía que no la olvidaría en toda su vida.

—¿Por qué renuncias? —Darío entró al elevador detrás de ella y la miró con intensidad—. ¿Por la boda de hoy? ¿O porque hace un rato te pedí que le donaras sangre?

Extendió la mano y tomó la de Lía.

—Ya te pedí perdón por lo de la boda. Y por lo de la sangre también te dije que buscaría a otra persona, que no iba a obligarte. No armes drama, ¿sí?

Lía casi tuvo ganas de reírse.

¿Drama?

Bueno, en cierto modo tenía razón.

Ella nunca le había hecho una escena.

No importaba cuánta humillación tragara, siempre la cargaba sola.

Cuando recién abrieron Esquivel & Serrano Abogados, el carácter duro e inflexible de Darío ya se había echado en contra a más de un cliente, y siempre era Lía quien se quedaba atrás recogiendo los pedazos, aguantando cenas de trabajo interminables, brindis tras brindis, hasta dañarse el estómago.

Había pasado años tratando de curarse y, aun así, las crisis de gastritis aparecían de vez en cuando.

—Darío, estoy cansada.

En esos cinco años, ella había caminado noventa y nueve pasos hacia él.

Si él hubiera dado aunque fuera uno, podrían haber llegado juntos al final del camino.

Al final no fue más que una ilusión creer que podía convertirse en alguien especial para él.

“Qué tonta fui.”

Tan tonta como para pensar que entregarle el corazón entero bastaría para ganarse su amor.

Ahora estaba hecha pedazos, sangrando por dentro y completamente agotada.

Ya no quería seguir corriendo detrás de él.

—Si estás cansada, tómate unos días de descanso —dijo Darío, frunciendo el ceño.

Una ola de impotencia la invadió.

—Darío, nosotros…

Las palabras “terminar contigo” ni siquiera alcanzaron a salir de su boca cuando el celular de Darío empezó a vibrar.

Contestó, y de inmediato la voz llorosa de Norma llenó el auricular.

—¡Darío, algo pasó! Amalia se desmayó de repente, regresa ya mismo.

El rostro de Darío apenas cambió.

—Está bien, voy enseguida.

Al colgar, miró a Lía de forma casi automática.

—Ve a mi departamento y espérame. Necesito hablar contigo. En cuanto termine aquí, voy a buscarte.

Dicho eso, ni siquiera le dio tiempo de responder; se dio la vuelta y se fue sin mirar atrás.

Como siempre, cada vez que Amalia tenía un problema, él corría primero a su lado.

Lía se quedó quieta, respirando hondo.

Las puertas del elevador se cerraron de nuevo. En el espacio estrecho solo quedó ella, y las paredes de espejo le devolvieron la imagen de su rostro pálido y de sus ojos helados.

De todos modos, ya pensaba ir al departamento de Darío a recoger sus cosas.

Si así estaban las cosas, entonces hablarían con toda claridad y le pondrían punto final a todo.

***

El departamento de Darío quedaba cerca del despacho, en la planta más alta de un edificio residencial de lujo.

Cuando Lía y Darío se hicieron novios, ella se armó de valor y le pidió una copia de la llave. Desde entonces, cada vez que tenía un rato libre, se pasaba por ahí a limpiar y a cocinarle.

Decir que era la casa de Darío era casi injusto; parecía más la casa de Lía.

A Darío no le importaban demasiado los detalles del lugar donde vivía, así que todo en ese departamento lo había decidido Lía: desde el color de las cortinas hasta el estilo del sofá, desde las vajillas de la cocina hasta las plantas del balcón. En cada rincón había un pedazo de ella.

Sacó las cajas de cartón que ya tenía preparadas y empezó a juntar sus cosas.

El proceso resultó mucho más difícil de lo que había imaginado.

Cada objeto traía consigo un recuerdo; cada vez que tenía que decidir qué llevarse y qué dejar, le dolía el pecho.

Cuando sacó de la mesita de noche aquel álbum de fotos, frunció ligeramente el ceño.

Se sentó en el piso y fue pasando las páginas una por una.

En las fotos, ella sonreía tan feliz, con los ojos llenos de una devoción que parecía desbordarse del papel.

Cerró el álbum con la mirada vacía, sin expresión, y lo lanzó a un lado.

Había tantas cosas que, para cuando terminó de empacar, el sol ya caía hacia el oeste y el resplandor naranja atravesaba los ventanales, bañando el departamento con una luz irreal.

Las cajas quedaron junto a la puerta.

Cinco años de relación cabían, al final, en un solo cartón.

Lía pidió un auto en la app y mandó todas sus cosas a su propio departamento. Cuando terminó de acomodar todo, Darío todavía no había aparecido.

Tal vez porque aquel día había sido demasiado largo y pesado, de pronto le dolió el estómago.

Entonces recordó que, desde el mediodía, no había comido nada.

Fue a la cocina a toda prisa y se preparó un tazón de fideos instantáneos.

Pero al terminar de comer, el dolor, en lugar de calmarse, se volvió aún más intenso.

Esta vez era distinto de sus molestias habituales: no era un dolor sordo, sino una punzada aguda que nacía en el estómago y corría hasta la parte baja del abdomen, del lado derecho.

Lía no tuvo más remedio que ir a buscar el botiquín.

Aunque llevaba años con problemas de gastritis, siempre se los había ocultado a Darío para que él no se sintiera culpable; aun así, en su departamento había algunas medicinas para el estómago, aunque no muchas.

Se arrodilló en el piso de la sala y empezó a revolver el botiquín, pero no encontraba por ningún lado el frasco de pastillas que se sabía de memoria.

El dolor se hacía cada vez más intenso; sintió náuseas y la vista empezó a nublársele.

Se obligó a ponerse de pie. Quiso servirse un vaso de agua tibia, pero estuvo a punto de desplomarse.

Apoyándose en la pared, avanzó poco a poco hasta la cocina, llenó un vaso con agua tibia y la bebió, pero no mejoró en absoluto.

El dolor le cubrió la espalda con una capa de sudor frío. Se acurrucó en el piso, ya medio fuera de sí.

Aguantando como pudo, marcó a su contacto de emergencia en su celular.

—Hola…

Pero al conectar la llamada, quien contestó fue Amalia.

—Lía, ¿para qué llamas otra vez? ¿No decías que ya ibas a renunciar? Sabía que esto era un truco tuyo.

Lía se dio cuenta entonces de que había marcado mal. Su contacto de emergencia siempre había sido Darío.

No tenía fuerzas para ponerse a discutir con Amalia; sentía el estómago ardiendo, como si tuviera fuego por dentro.

—¿Dónde está Darío? —preguntó, apretando los dientes.

Amalia respondió, claramente satisfecha:

—Me bajó y me duele horrible la panza. Darío salió a comprarme un un analgésico…

Antes de que terminara la frase, Lía ya le había colgado.

Se suponía que septiembre era la época más calurosa del año en Valdoria.

Tal vez porque el aire acondicionado estaba demasiado fuerte, Lía solo sentía el aire helado colándose a la fuerza en sus pulmones, mientras el estómago le dolía como si se estuviera dando vuelta del revés.

Se llevó una mano al pecho y ya no supo qué le dolía más, si el corazón o el estómago.

Muy pronto, el sudor frío le empapó la espalda.

Haciendo un esfuerzo, trató de enfocar la vista en la pantalla del celular y marcó al 911.

—Hola… Residencial Las Terrazas, torre 3, departamento 1201… dolor agudo de estómago…

Al colgar, el dolor era tan fuerte que casi no podía respirar.

Justo antes de que la oscuridad la envolviera, alcanzó a oír pasos entrando a toda prisa y un montón de voces desordenadas a su alrededor.

Cuando volvió a abrir los ojos, Lía vio a varios médicos moviéndose frente a ella.

—Dolor en la parte baja del abdomen, lado derecho. Es una apendicitis aguda, hay que operar de inmediato.

Así que no era el estómago. Era el apéndice.

—La paciente necesita cirugía de urgencia. Consigan cuanto antes la firma de un familiar.

Lía ya casi no podía hablar a causa del dolor. Cuando una enfermera se acercó corriendo para pedirle el teléfono de algún familiar, apenas pudo murmurar:

—¿Puedo firmar yo misma?

—¿No tienes familia? —preguntó la enfermera, desconcertada.

—No.

Años atrás, Lía se había mudado sola a Valdoria siguiendo a Darío. Por estar con él, se había peleado con su familia.

En Valdoria, aparte de Darío, no tenía a nadie más.

La enfermera le lanzó una mirada cargada de lástima y por fin le extendió el formulario de consentimiento informado.

—Entonces firma aquí.

Lía sostuvo la pluma con esfuerzo, tragándose el dolor.

De pronto recordó aquella vez, cinco años atrás, cuando a Darío le dio apendicitis. También entonces la firma había sido la suya.

El mismo formulario de consentimiento preoperatorio.

En ese entonces, estaba tan nerviosa que lo leyó una y otra vez, temiendo que pasara cualquier cosa inesperada en el quirófano.

Después se quedó a su lado tres días y tres noches, sin apartarse de su cama en el hospital…

Y ahora…

Ahora estaba completamente sola.
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