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Capítulo 5

Author: Mora Quintera
—¿Señorita Lía?

La voz de la enfermera la hizo volver en sí.

Lía hizo un esfuerzo por mantenerse despierta y firmó su nombre con la mano temblorosa.

Muy pronto la llevaron al quirófano.

Cuando sintió la anestesia recorrerle las venas, tuvo la sensación de que la oscuridad se le venía encima, abrumadora.

En medio de ese caos borroso le pareció oír a alguien llamarla por su nombre.

Esa voz atravesaba capa tras capa de niebla, mezclada con olor a desinfectante y a sangre.

Casi pudo ver al Darío de diecisiete años, sujetado contra el suelo por los del pueblo, con esos ojos de cachorro salvaje buscándola entre la multitud.

También se vio a sí misma el día en que Esquivel & Serrano Abogados recién abría sus puertas, lanzándose a los brazos de Darío y sonriendo como si la primavera entera se hubiera encendido en su cara.

Y, al final, vio a Amalia con un vestido de novia, en brazos de él, mientras ella solo se quedaba de pie, en silencio, con el rostro completamente desprovisto de sonrisa.

Cuando recuperó la conciencia, el pitido del monitor sonó con una nitidez brutal.

La luz de la luna se filtraba por las persianas, bañándolo todo con un halo plateado y frío.

Lía se quedó mirando la línea ondulante que marcaba sus signos vitales.

La herida de la operación comenzó a despertar a medida que la anestesia se desvanecía, como si una sierra oxidada le estuviera serruchando el vientre una y otra vez.

Palpó debajo de la almohada hasta dar con su celular: eran las tres y diecisiete de la mañana.

El dolor en la incisión se volvió insoportable. Apretó varias veces el botón de la bomba de analgesia, pero casi no hizo efecto; siguió encorvada sobre sí misma, hecha un ovillo de dolor.

Cuando sintió las lágrimas resbalándole por las sienes, la mente se le nubló y empezó a divagar.

“Así que cuando el dolor llega al límite, las lágrimas de verdad no son más que una reacción del cuerpo”, pensó.

A la mañana siguiente, la luz del amanecer se abría paso entre la neblina y trepaba hasta el alféizar cuando, con Lía todavía sumida en un sueño ligero, el timbre de su celular rompió de golpe el silencio.

La noche anterior había pasado horas despierta por el dolor de la herida; casi no había dormido y solo hasta el amanecer se había quedado medio dormida.

La llamada era de Darío.

Lía miró el nombre que parpadeaba en la pantalla y, por un instante, le pareció extrañamente ajeno.

En cuanto contestó, la voz helada de Darío le golpeó el oído:

—Lía, rompí tu carta de renuncia. Quiero que estés en el despacho antes de las nueve. Necesito que te hagas cargo del caso de Grupo Perennia.

—Yo…

Ni siquiera alcanzó a terminar la frase cuando escuchó, al otro lado de la línea, la voz melosa de la queja de Amalia:

—Darío, ¿dónde me dejaste mi analgésico?

Esa sola frase cayó sobre Lía como un cubetazo de agua fría. Sintió de golpe ese sabor metálico y dulzón subirle por la garganta. Apretó los dientes contra el labio inferior y colgó sin pensarlo.

Luego soltó una risa muda, sin alegría. Bajó la mirada, deslizó el dedo por la pantalla y, sin dudar un segundo, mandó ese número tan familiar directo a la lista de bloqueados.

Lo hizo con total determinación, sin una pizca de nostalgia.

***

En el quinto día de hospitalización, el médico tratante entró a la habitación para quitarle los puntos.

Revisó el informe de la tomografía y frunció el ceño de inmediato.

—Una apendicitis crónica que terminó en gangrena y perforación… De verdad te aguantaste demasiado, señorita. Si hubieras tardado medio día más en venir, las consecuencias habrían sido inimaginables.

Lía estaba recostada contra la cabecera, aún pálida. Al oírlo, solo esbozó una sonrisa leve, tan ligera que ni siquiera le llegó a los ojos.

—Sí… ya no volveré a hacerlo, doctor —respondió.

El día que le dieron de alta, la lluvia que había caído toda la noche sobre Valdoria por fin se detuvo.

El cielo seguía gris, pero el aire, por una vez, estaba limpio y húmedo, cargado con el olor a tierra y a pasto recién lavado.

Los árboles de la calle habían quedado impecables después del aguacero, con las hojas de un verde brillante salpicado de gotas que destellaban como cristal.

Después de terminar los trámites de salida, Lía se quedó sola en la puerta del hospital.

Respiró hondo, llenándose los pulmones de aquel aire limpio, como si quisiera expulsar de una vez por todas el olor a desinfectante que traía pegado desde hacía días.

Solo entonces levantó la mano para detener un taxi.

Cuando el auto pasó frente al edificio de Esquivel & Serrano Abogados, ella alzó la vista y lo miró con calma, apenas un segundo, antes de apartar la mirada y fijarla en el flujo incesante de autos frente a ella.

Su rostro no mostró ni la más mínima expresión.

***

Mientras tanto, en las oficinas de Esquivel & Serrano Abogados, Darío estaba de pie frente a los ventanales de piso a techo, contemplando Valdoria desde lo alto, con el río interminable de autos circulando bajo sus pies.

Por enésima vez, Dante Vergara marcó el número de Lía, pero lo único que obtuvo fue la señal de ocupado de siempre.

—Sigue sin contestar —dijo al final.

Darío frunció el entrecejo; la expresión se le oscureció tanto que parecía que iba a llover dentro de la oficina.

Dante apretó los labios. Como tercer socio del despacho, también estaba inquieto por no poder localizarla.

—Oye, Darío, ¿qué pasó esta vez? —preguntó, mirándolo con el ceño profundamente fruncido—. Lía sí que se está pasando, ¿no? Ya lleva una semana así. Antes podían pelear mil veces y, al final, ella siempre terminaba calmándose sola. En teoría, no tendría por qué estar tan enojada…

Darío no dijo nada. El ventanal reflejaba su rostro duro y frío.

—¿Tú crees que se haya enfermado? —insistió Dante.

¿Enferma?

Darío arrugó apenas la frente.

En su recuerdo, Lía siempre había sido sana y llena de vida; nunca la había visto enferma de nada.

Sabía que en Valdoria, aparte de él, casi no tenía amigos. Si de verdad estuviera enferma, lo habría llamado…

—La llamé y ella me contestó. No está enferma —dijo al fin, con voz grave.

Al menos, ella no le había dicho que lo estuviera.

En los días normales, si se hacía aunque fuera un pequeño corte en un dedo, Lía iba corriendo a enseñárselo para que él le soplara encima.

Si de verdad hubiera enfermado, ¿cómo era posible que no lo hubiera llamado?

En cambio, estaba tan enojada que hasta se tomó la molestia de bloquear su número.

Dante soltó por fin el aire, aliviado.

—Bueno, si no está enferma, ¿cómo es que ni siquiera pidió unos días de permiso? Estos días el despacho es un caos… —murmuró.

De inmediato cambió de tema, ladeando la cabeza hacia Darío:

—Pero también te luciste tú, ¿eh? Plantarla en plena boda… Eso a cualquiera le dolería. ¿Cómo no se iba a enfadar?

Al ver que Darío seguía sin reaccionar, Dante no pudo evitar poner los ojos en blanco.

—Olvídalo. A este paso, seguro que en unos días a Lía se le pasa el enojo y vuelve toda contenta como siempre…

Darío apretó aún más la línea de la boca.

—El despacho no mantiene a nadie de gratis. Ve y avísale a Recursos Humanos que si Lía no viene mañana, la despidan de una vez.

En su mente, eso era justamente lo que más miedo le daba a ella.

Al fin y al cabo, ese era el lugar que la mantenía más cerca de él.

Claro que no iba a querer soltarlo tan fácil.

Dante sonrió de medio lado.

—Hecho. Yo me encargo de que corra el rumor. Si Lía se entera, apuesto a que mañana mismo aparece por aquí —dijo, casi divertido, como si todo fuera un juego.

Desde el día en que conoció a Darío y a Lía, siempre había sido igual: Lía corría detrás de Darío.

Para ella, Darío era literalmente todo su mundo.

Pero para Darío, no era así.

Lía era una colita pegada, algo de lo que no conseguía deshacerse, un adorno prescindible.

Siempre había sido Lía quien no podía vivir sin Darío.

Si Darío la hubiera querido aunque fuera un poco, jamás la habría dejado plantada el día de su boda para ir a “salvar” a su amiguita de la infancia.

Darío hizo un gesto con la mano, indicándole a Dante que podía retirarse.

Dante no insistió; se dio media vuelta y salió de la oficina.

Darío bajó la vista hacia su celular. La pantalla seguía en silencio total.

En condiciones normales, aunque ella no lo llamara, Lía le mandaba mensajes todos los días.

Ahora mismo, la ventana de chat con ella seguía detenida en el día de la boda.

El último mensaje de Lía era un emoji de felicidad:

“o( ̄▽ ̄)o”

“Darío, ¡soy la mujer más feliz del mundo!”

“¡Te voy a amar para siempre!”

Él no había respondido ninguno de los dos.

Como siempre, Lía le enviaba decenas de mensajes y él, con suerte, respondía con una sola línea.

Y lo poco que escribía eran cosas del tipo: “Ajá”, “Ya lo sé”.

Pero que pasaran varios días sin que ella le mandara nada… eso sí era la primera vez.

Al pensarlo, a Darío empezó a subirle una impaciencia rabiosa. Tiró el celular a un lado, molesto.

“Que espere”, se dijo.

Esta vez, ella no iba a conseguir que él se ablandara tan fácil.

***

Mientras tanto, Lía había regresado al hotel y empezó a empacar sus cosas.

Durante los días en que estuvo internada, ya había contactado a una inmobiliaria para poner en venta el departamento que tenía a su nombre.

Como necesitaba venderlo rápido, había aceptado un precio muy por debajo de lo que valía.

Esa misma mañana había ido a firmar el contrato de traspaso de la propiedad; el departamento ya tenía nuevo dueño.

En ese momento, sintió vibrar el celular en el bolsillo.

Revisó la pantalla: era la encargada de Recursos Humanos del despacho.

Lía apretó los labios y, tras dudar unos segundos, terminó contestando.

—Bueno… ¿Lía? ¿Cuándo vas a volver al trabajo? El licenciado Serrano… —la voz al otro lado vaciló un instante—, dijo que, si no regresas pronto, vas a quedar despedida.
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