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Capítulo 3

Author: Mora Quintera
Darío se quedó helado.

Nunca se imaginó oír algo tan tajante de labios de Lía; con él, ella siempre había sido complaciente, siempre le decía que sí a todo.

Sabía que le tenía pánico a las inyecciones; cada vez que le clavaban una aguja, temblaba con fuerza y necesitaba un buen rato para recuperarse…

Y aun así, por él, había ido a donar sangre a Amalia una y otra vez.

En el rostro de Darío se dibujó la duda y alzó la vista hacia Lía.

—Entonces…

—Lía… —pero antes de que él terminara, Amalia, a un lado, lo interrumpió de pronto; las lágrimas se le escurrieron incluso antes de hablar—. ¿Qué… qué quieres decir? ¿Estás deseando que me muera?

Lía la miró con frialdad. La maldad y la obsesión de aquella mujer eran aterradoras, y su actuación era de primera; cada vez conseguía enredar por completo a Darío.

O quizá… él simplemente se dejaba engañar.

Los labios de Lía se curvaron en una media sonrisa helada.

—Que done sangre quien quiera. Yo, por lo menos, no voy a volver a darte ni una sola gota más.

Amalia se giró y se aferró al brazo de Darío, con la voz llena de drama.

—Darío, mírala. ¡Hasta me está deseando la muerte! Seguro que lo que quiere es que me manden a terapia intensiva a acostarme al lado de mi mamá para por fin estar feliz, ¿no?

La madre de Amalia, Liliana Aranda, llevaba cinco años en terapia intensiva por haber salvado a Darío. Seguía sin despertar.

Justo por eso Darío cargaba con una culpa enorme hacia Amalia y la trataba con una consideración especial.

Pero Amalia aprovechaba eso; cada vez que armaba un drama, sacaba a relucir a su mamá.

Y Darío siempre se lo aguantaba todo.

Solo que, esta vez, algo había sido diferente. En cuanto oyó a Amalia mencionar a su madre, Darío frunció apenas el ceño.

Nunca había olvidado lo que había pasado cinco años atrás, en el instante en que el camión de carga sin frenos se les vino encima: Liliana Aranda lo empujó con fuerza hacia un lado y fue ella quien terminó bajo las llantas, con la sangre extendiéndose bajo su cuerpo como una mancha enorme…

Pero Lía no les debía nada a ninguno de los dos.

Al verlo guardar silencio tanto tiempo, en el corazón de Lía brotó, sin poder evitarlo, un hilo de esperanza.

Aunque fuera solo una vez.

Con que una sola vez Darío se pusiera de su lado, ella sentiría que todos sus años de entrega habían valido la pena.

No era que él no la quisiera; simplemente no sabía cómo quererla.

—Lía, dona sangre para Amalia solo una vez más, ¿sí? Te prometo que va a ser la última —Darío levantó la mirada hacia ella; en sus ojos negros como tinta se reflejaba el rostro de Lía.

La esperanza que había empezado a elevarse se apagó de golpe.

Lía soltó una sonrisa amarga; se sintió ridícula.

Todavía, en el fondo, guardaba esperanza en él.

Al final, cada vez que él tenía que elegir, tomaba la misma decisión.

Y ella era siempre la que terminaba quedando fuera cuando él ponía todo en la balanza…

Amalia dejó escapar un suspiro de alivio a escondidas y, cuando volvió a mirar a Lía, tenía las cejas arqueadas y la mirada llena de triunfo.

—Lía, parece que esta vez también voy a tener que molestarte para que me dones sangre. ¡De verdad, muchísimas gracias!

Lía ladeó el rostro y le lanzó una mirada.

“Darío sí que la trata bien… demasiado bien.”

Antes, ella había llegado a creer ingenuamente que Darío estaba aprendiendo, poco a poco, a amar.

Pero ahora él le dejaba claro, con su acostumbrada frialdad distante, que en esta vida nunca iba a quererla.

Lía retiró la mirada y la posó de nuevo en Darío, apenas le dio un vistazo indiferente.

—Ya lo dije: no voy a donarle sangre.

Darío frunció ligeramente el entrecejo. La indiferencia que veía en los ojos de Lía le resultó incómoda, le molestó en algún lugar del pecho.

Recordaba bien la primera vez que la había visto. Era pleno verano, el sol caía a raudales y la sonrisa de ella era más luminosa que la luz del día.

Solo que, ¿desde cuándo había dejado ella de sonreír?

—¿Qué vamos a hacer? ¡Si Lía no me dona sangre, me voy a morir! —Amalia tenía la cara llena de pánico—. Darío, tú le prometiste a mi mamá que ibas a cuidar de mí…

La voz de Darío salió más fría que nunca.

—Voy a buscar ahora mismo a otra persona que pueda donarte. No voy a dejar que te mueras.

Los ojos de Amalia se abrieron al máximo; lo miró con incredulidad casi infantil.

—¿Y si no encuentras a nadie? Lía ya me ha donado un montón de veces, tenemos el mismo tipo de sangre y nunca he tenido rechazo. ¿Para qué quieres cambiar?

Darío no respondió.

Los ojos de Amalia se llenaron enseguida de lágrimas.

—Muy bien, muy bien. Si tú no te haces cargo de mí, voy a buscar a Norma.

Dicho eso, salió corriendo hacia la habitación entre sollozos.

No pasó mucho antes de que Amalia regresara, casi arrastrando a Norma hasta el pasillo.

Norma apenas se había acostado a dormir cuando la despertaron, así que todavía tenía el rostro cansado.

No sabía exactamente qué le había dicho Amalia, pero cuando su mirada pasó por Lía, ya traía un matiz de reproche.

—Darío, no estés siempre haciéndole pasar malos ratos a Amalia. Su mamá terminó en estado vegetativo por salvarte. Ahora solo estamos pidiéndole a Lía que le done un poco de sangre, no es gran cosa. Además, ya lo ha hecho varias veces y no ha pasado nada. Pero si Amalia no recibe sangre pronto, sí puede morirse.

Darío apretó los labios y frunció el ceño.

—Mamá, ya dije que voy a buscar a otra persona de inmediato. En el banco de sangre también hay; no es necesario sacar la sangre de Lía.

—Norma, mire. A él solo le importa Lía; a mí no sabe cuidarme —Amalia metió a Lía en la conversación con una sola frase.

Norma se llevó la mano a la sien, molesta, y arrugó la frente. Pero Darío, en ese momento, tenía el rostro totalmente impasible; sus ojos eran tan fríos y severos que imponían respeto. Ella sabía que cuando su hijo se aferraba a algo, nadie podía hacerlo cambiar de opinión.

Sin otra opción, solo pudo volverse hacia Lía.

—Lía, hija, ¿no podrías donarle un poquito de sangre a Amalia? Te lo pido como un favor, te lo ruego.

Lía sonrió apenas.

Siempre lo había sabido: todo iba a terminar así.

Cada vez que Amalia armaba un drama, la que cedía al final era ella.

Y Norma, la que se suponía que sería su futura suegra, elegía en cada ocasión que la sacrificada fuera Lía.

Claro.

Desde el principio, había sido ella la que se había acercado demasiado, con toda la ilusión, a una familia que no era la suya.

Recordaba bien la primera vez que había visto a Norma, cinco años atrás, en pleno invierno.

Apenas había empezado la universidad.

Una noche, por haberse quedado demasiado tarde en el campus, un tipo borracho la había arrastrado hacia un callejón oscuro. En el momento más crítico, un chico alto y flaco la había rescatado. No alcanzó a ver su cara, pero sí vio cómo ese tipo recibía en el pecho el cuchillazo del borracho.

Después, cuando por fin salió del hospital, vio esa misma cicatriz en el pecho de Darío.

A Lía ya le había gustado Darío desde la primera vez que lo vio; al saber que él era el chico que la había salvado aquella noche, se sintió todavía más feliz.

Aunque él siempre había sido frío y distante con ella, Lía solo se había empecinado más y más.

En la facultad de Derecho la consideraban la chica más linda de la generación, pero a ella no le importó ir detrás de él sin orgullo, hasta perder la cabeza.

En esas vacaciones de invierno, incapaz de soportar la idea de un mes entero sin verlo, compró a escondidas un boleto de tren para ir al pueblo de Darío, sin decirle nada a su familia.

Lía se había criado en la ciudad, en una casa acomodada; prácticamente no había pasado por ninguna dificultad en su vida.

Después de preguntar aquí y allá, al fin dio con el lugar donde vivía Darío… y se lo encontró con varios hombres sujetándolo contra el suelo.

—¡Muchacho, ¿por qué eres tan terco?! ¡Ya te dijimos que hay lobos en la montaña! ¿No viste que a doña Marta la atacaron? ¡Si subes a buscar a alguien ahora es ir directo a que te coman vivo!

—Seguramente tu mamá también se topó con un lobo. Ya avisamos a la policía; cuando lleguen, subiremos todos. No seas imprudente.

Toda la gente del pueblo hablaba al mismo tiempo.

Darío seguía sujeto contra la tierra; tenía la cara llena de polvo y el cuerpo cubierto de pasto y barro.

Aun así, no apartaba la mirada de la montaña. Su expresión no mostraba casi nada, pero en los ojos se le veía la ferocidad de una fiera acorralada a punto de enloquecer.

—¡Suéltenlo! —Lía se lanzó hacia ellos sin pensarlo y, sin saber de dónde sacó tanta fuerza, empujó de un solo golpe a los dos hombres que lo tenían sujeto.

—¿Y esta muchachita de dónde salió? ¿Qué haces metiéndote? Lo estamos deteniendo por su bien. Ya casi oscureció; subir al monte a estas horas es ir directo a las fauces de los lobos.

Darío seguía sentado en el suelo, con los dedos largos tan apretados que los nudillos se le habían puesto blancos, sin decir una sola palabra.

—¡Son un montón! Antes de que oscurezca por completo, podrían subir entre todos a buscar. Es mejor que quedarse aquí sin hacer nada —Lía miró a la gente que los rodeaba.

Los del pueblo se miraron entre sí, sin que nadie respondiera.

Encontrarse con un lobo allá arriba podía costarles la vida.

—Si no van a ayudar, por lo menos no lo detengan —Lía tomó la mano de Darío—. Vamos, yo subo contigo a buscar a tu mamá.

Darío seguía sentado en el suelo y la miró desde abajo.

—Vámonos —repitió ella.

Lía lo levantó con fuerza y se lo llevó de la mano hacia la montaña.

Para entonces, el cielo ya había oscurecido.

—Darío, no te preocupes, voy a ayudarte a encontrar a tu mamá —Lía respiró hondo, con la vista clavada en el sendero oscuro y peligroso, como si se estuviera dando valor una y otra vez. Aunque estaba muerta de miedo, el corazón le latía tan fuerte que sentía que se le iba a salir por la garganta.

—Cuando encontremos a tu mamá, vamos a tomar clases de kickboxing y taekwondo. Así nadie va a poder impedir que hagas lo que quieras.

La imagen de Darío tirado en el suelo, sujetado a la fuerza, todo desarreglado, había dejado una marca profunda en Lía.

Hasta ese momento no se había dado cuenta de que aquel muchacho siempre tan orgulloso y brillante también podía verse así de impotente y desesperado.

Ella no quería volver a verlo de esa manera.

Él tenía que ser alguien que brillara, alguien a quien todos admiraran.

Había que admitirlo: el cielo les había sonreído esa noche.

Cuando el cielo estaba por quedar por completo a oscuras, tuvieron la suerte de encontrar a Norma, que ya casi se desmayaba por la pérdida de sangre.

No se había topado con ningún lobo; simplemente se había caído y una rama le había atravesado la pantorrilla, haciéndola sangrar sin parar.

Darío la cargó en la espalda de inmediato y bajó la montaña con ella.

Lía recordaba cómo Norma le había dado las gracias una y otra vez, casi sin parar, y cómo regañaba a Darío, diciéndole que no fuera a despreciar a una chica tan buena como Lía.

Pero ahora…

El tiempo había pasado.

Las cosas habían cambiado.

La misma Norma estaba ahí, suplicándole que donara sangre… para otra mujer.
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