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Capítulo 05

Author: Juan Pérez Rodríguez
Desde los ocho años, Inés conocía a Emiliano. Trece años de historia juntos.

Durante esos trece años, sin importar lo que Inés dijera o hiciera, Emiliano siempre había estado de su lado. Siempre le había creído.

Pero hoy… hoy lo vio retroceder.

Con mirada firme y sin dudar, volvió al lado de Mariana y le tomó la mano con suavidad.

—Inés, te lo repito una última vez: devuelve los zapatos y discúlpate con Mariana.

Su voz era serena. Pero cada palabra era una sentencia.

Con su postura, Emiliano reforzó lo que muchos ya comenzaban a creer: que Inés era culpable, y además, terca.

En la sala, Mariana estaba rodeada de simpatía, de apoyo. Inés, en cambio, estaba sola.

Completamente sola.

Y sin embargo, por primera vez… ya no dolía.

"Así que esto es perderlo todo", pensó. "No solo a Emiliano, sino todo aquello en lo que creí."

Emiliano había elegido.

A Mariana.

Al poder. A la conveniencia.

¿Y lo que habían vivido tres años juntos?

¿Lo que ella le entregó sin reserva?

Una burla. Un mal chiste frente al mundo real.

Mariana también lo sabía. Por eso había montado esta escena, para que no quedara duda alguna de que Inés ya no tenía ningún lugar en la vida de Emiliano.

Pero lo que Mariana no esperaba… es que Inés no pensara rendirse.

Con lentitud, Inés se inclinó, recogió su teléfono del suelo, lo sostuvo con firmeza… y marcó.

—Señor Cornejo —dijo sin levantar la voz, mientras lo miraba directo a los ojos—. No voy a disculparme. Voy a llamar a la policía.

El silencio fue total.

Emiliano palideció. Las venas de su cuello se tensaron. Pero Inés no dio un paso atrás.

Fue Mariana quien se quebró primero.

—¡Espera!

Un empleado entró corriendo, con el rostro sudado y los brazos extendidos.

—¡Señorita Mariana! Aquí están sus zapatos. Los encontré junto al estanque. Como estaban sin vigilancia y son tan valiosos, pensé en guardarlos por seguridad. ¡Lo siento muchísimo!

—¡Tú… tú los tenías!

Mariana cambió de expresión al instante, fingiendo sorpresa.

—Inés, lo siento, de verdad. No sabía que el chofer se había adelantado.

—Pero entiéndeme… estos zapatos son muy especiales para mí. No fue con mala intención.

Inés no respondió. Seguía mirando fijamente a Emiliano.

—¿Tú no decías que yo robé lo que no me pertenecía? —susurró, con una sonrisa tan dulce como helada—. Ahora que todo está claro… dime, ¿no te arde la cara?

—Pero bueno, hoy he aprendido algo —añadió, girándose hacia el chofer.

Miró los brillantes zapatos de cristal, que el hombre sostenía con cuidado.

—Lo que no es mío, no debo desearlo. Porque una vez que cae el velo de lo “perfecto”, no es más que basura envuelta en brillo.

Los zapatos eran hermosos. Pero fríos. Incómodos. Dañinos.

Como Emiliano.

En ese hogar ajeno y gélido, ella había pensado que él era su única fuente de calor. Se había hecho pequeña, obediente, complaciente… solo por quedarse a su lado.

Pero Emiliano no era cálido. Ni noble. Ni digno.

Así que si él quería casarse con Mariana, que lo hiciera.

Inés ya no lo detendría.

Ya no lo esperaría.

Sonrió. Por fin, sin rabia. Sin rencor. Solo paz.

Emiliano la observó como si se le escapara algo que ya no podía retener.

Sus puños se cerraron con fuerza. Las venas sobresalían como cuerdas tensas.

Pero aun así, dijo:

—Esto se acabó. Inés, devuélvele los zapatos a Mariana.

El teléfono ya había sido colgado por Mirna, que le arrancó el aparato de la mano con pánico apenas el chofer apareció.

A los ojos de Emiliano, todo ya estaba resuelto.

Pero Inés sonrió sin moverse.

Y cuando Mariana se acercó para recuperar los zapatos, ella los tomó antes… y sin pensarlo dos veces, los lanzó contra la pared.

¡CRASH!

El cristal se hizo trizas, una de las puntas salió volando.

Mariana gritó.

—¡¿Estás loca, Inés?! ¡Eran mi símbolo de amor con Emiliano! ¡¿Cómo pudiste?!

—¿Y por qué no? —respondió Inés, sacudiéndose las manos—. Me acusaste injustamente. ¿No deberías pagar por eso?

—¡Te pedí disculpas!

—¿Y cuánto vale tu disculpa, Mariana?

—¡Inés! ¿Cómo puedes hablarle así a la señorita Altamirano? —intervino Mirna, nerviosa.

Inés tardó unos segundos en responder. Luego giró lentamente el rostro hacia su madre.

—Así hablo yo. ¿Acaso ya no escuchas bien, mamá? ¿O solo escuchas cuando te conviene?

—Cuando me acusaban frente a todos, tú guardaste silencio. ¿Pensaste que si les das la razón a los demás y me castigas a mí, ganarías su respeto?

—No, mamá. No funciona así. Porque si te respetaran de verdad, nunca permitirían que me pisotearan en tu propia casa.

—Y Mariana… si te importaras un mínimo, no habría usado su primer día aquí para sacrificarme en su altar personal.

¡PAF!

La bofetada fue tan fuerte que su rostro giró hacia un lado.

Pero no fue Mirna quien la golpeó.

Fue Emiliano.

Solo la tocó cuando mencionó a Mariana.

Inés apenas oyó el zumbido en su oído. Tardó unos segundos en volver a enfocar… y entonces lo vio: su mirada, tan fría como el cristal que acababa de romper.

En ese momento, una voz grave, poderosa, llenó el aire:

—¿Qué está pasando aquí?

Todos se quedaron en silencio.

Don Federico Cornejo, padre de Emiliano y presidente del Grupo Cornejo, había bajado las escaleras.

A pesar de las canas, su presencia era imponente. Su mirada, tan aguda como un halcón.

—Papá, no hace falta que intervengas. Yo me encargo —dijo Emiliano con respeto, aunque con firmeza—. No quise hacer un escándalo delante de Mariana, pero Inés ha sobrepasado los límites.

—Pues en ese caso, no tengo que esperar a contarle a mi papá. ¡Tráeme el látigo familiar!

El “látigo familiar” de los Cornejo. Una vara de madera, gruesa, símbolo de autoridad.

El mayordomo se la entregó sin titubear.

Mirna quiso interceder… pero al ver al patriarca presente, palideció y se quedó en su sitio.

Mariana, con una sonrisa apenas disimulada, se acercó a Inés y le susurró:

—No es culpa de Emiliano, ¿sabes? Rompiste mis zapatos, me insultaste. Es lógico que él esté molesto. Ahora prepárate… porque este será tu castigo por desafiarme.

Pero Inés no la miró.

Solo sonrió.

—Mariana, ¿de verdad quieres verme hecha polvo?

—¿Acaso no te lo he dejado claro?

—Entonces será el momento perfecto para usar el único favor que me prometí nunca pedir.

Mariana empalideció.

Y justo entonces… se escucharon pasos.

Firmes. Seguros. Aterradores.

Todos voltearon.

En la puerta, de pie contra la luz, estaba un hombre alto, de porte elegante, con los ojos oscuros clavados en Inés.

Su rostro, esculpido por los dioses. Su presencia, más fuerte que cualquier palabra.

Sebastián Altamirano.

El presidente del Grupo Altamirano. Uno de los hombres más poderosos del país.

Solo su aparición bastó para que todo el salón quedara en silencio.

Inés inspiró hondo, conteniendo la emoción.

Y ante todos, se acercó a él y dijo con voz clara:

—Sebastián… llévame contigo.
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