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Capítulo 3

Author: Bollo Arrocero
Julieta despertó y la casa seguía vacía.

En su celular había un mensaje de Bruno:

"Cariño, el hospital está demasiado lleno hoy, se arruinó mi día libre. No te enojes. Mañana, sin importar lo que pase, voy a estar contigo. Te preparé un regalo, espérame."

Debajo de ese mensaje había otro con una foto que Tania había mandado una hora antes.

Los dos, sonrientes, en una piscina termal. Una sonrisa que dolía a los ojos.

Julieta apretó el celular, le ardían las yemas de los dedos. Estuvo a punto de llamarlo para preguntarle si estaba ocupado en una cirugía o en acompañar a su prometida de la infancia.

Pero recordó su plan y al final contuvo la rabia. Respondió solo con un "De acuerdo".

Que no regresara también le convenía, así podía aprovechar para empacar sus cosas.

La ropa que él le había regalado la guardó toda, lista para donarla a comunidades pobres.

Bajó de la pared las fotos juntos y las metió en la trituradora.

Sacó las cien tarjetitas de deseos que alguna vez había escrito para él y, en el balcón, las redujo a cenizas

No se atrevió a tirar mucho más, por miedo a que Bruno notara algo raro al volver.

Al día siguiente, por fin volvió.

Apenas la vio, soltó la caja de pastel que llevaba, abrió los brazos y se acercó:

—Estoy agotado, Julieta, necesito un abrazo para recargarme.

Ella retrocedió discretamente, y su abrazo quedó en el aire.

Bruno arqueó una ceja:

—¿Todavía molesta? Ya no te enojes, ven, te enseño la sorpresa que te preparé.

No le dio tiempo a contestar. La tomó de la mano y la llevó directo al auto.

Manejaron hasta un circuito de entrenamiento. Julieta estaba extrañada cuando él la bajó casi a rastras.

—¿Te gusta? —preguntó, señalando lo que tenía delante.

Un auto de carreras modificado, cubierto de cristales brillantes que deslumbraban la vista.

Julieta no pudo evitar mostrar sorpresa. Los entrenadores del club estaban alrededor, con evidente envidia en la voz.

—Dicen que esta modificación costó casi diez millones de dólares. Qué derroche.

—¿Costoso? Eso no es nada. ¿No saben que nuestro señor Castro pegó cada cristal con sus propias manos? Casi se queda ciego.

—Julieta, pruébalo. Después nos lo prestas. Qué envidia, el señor sí que adora a su esposa.

Las palabras de los demás fueron apagando poco a poco su sorpresa. Sintió un ardor en los ojos.

Forzó una sonrisa amarga.

Todos hablaban de lo mucho que él adoraba a su esposa, pero, ¿quién sabía realmente quién era la verdadera esposa en su corazón?

Sí, su amor ardía como el verano. Pero ese ardor nunca había sido solo para ella.

Las emociones contenidas tantos días encontraron salida.

Se subió al asiento del piloto y pisó a fondo el acelerador. El auto salió disparado como una flecha.

Dio vuelta tras vuelta, descargando en el rugido del motor toda la rabia, la impotencia y la tristeza.

Bruno la miraba desde la orilla, manos en los bolsillos, sonriendo, sin apartar los ojos de ella.

En la vuelta cuarenta, él le hizo un corazón con las manos. Julieta se distrajo, perdió el control y el auto rozó con fuerza el muro de protección.

Un dolor agudo le atravesó el pie. Antes de reaccionar, Bruno ya estaba junto a ella, la sacó en brazos y la llevó a la sala de descanso.

—¿Te duele? —frunció el ceño mientras le sostenía el pie con cuidado—. Es mi culpa, te dejé manejar demasiado.

Con un hisopo empapado en yodo desinfectante, fue aplicando suavemente sobre la herida. Sus movimientos eran tan delicados que parecían temer romper un cristal, y sus ojos estaban llenos de ternura.

Pero Julieta solo sentía frío en todo el cuerpo.

Así que el amor también se puede fingir tan bien.

Perdida en sus pensamientos, alzó la mano como para acariciarle el cabello. Bruno aprovechó para sujetarle la muñeca y se inclinó a besarla.

Un golpe seco interrumpió el momento.

La puerta se abrió de golpe.

Sin mirar quién era, Bruno agarró una botella de agua de la mesa y la lanzó hacia la entrada.

—¡Fuera!

Julieta giró el rostro. En la puerta estaba Tania.

Él la reconoció y su expresión cambió:

—¿Tania? ¿Qué haces aquí?

Ella se cubría la frente enrojecida por el golpe, bajando la mirada con gesto herido. La ropa salpicada de barro la hacía ver aún más desdichada.

—Estaba entrenando, no frené bien y choqué, así que vine por el botiquín.

Bruno dudó unos segundos, no dijo nada. Tomó una curita y se la pegó a Julieta en el pie.

—Quédate aquí sentada, no camines.

Le apartó con suavidad un mechón de cabello de la cara y le estampó un beso en la mejilla.

—Voy a ver sus heridas. Regreso en unos minutos, estoy en la puerta. Si necesitas algo, llámame.

Se llevó el botiquín y salió.

La sala quedó en silencio. Tanto, que se oía el viento afuera.

Pasaron unos minutos. Julieta empujó la puerta y miró. El pasillo estaba vacío, no había nadie en la puerta.

La punzada de decepción le atravesó el pecho, aunque enseguida lo contuvo.

Ya lo sabía, ¿no?

Apoyándose en la pared, cojeó hasta el auto.

Ese auto realmente le gustaba. Y como estaba por llover, pensó en guardarlo en el garaje.

Pero al llegar, se detuvo en seco.

El auto se movía ligeramente.

De una ventana mal cerrada se filtraban voces apagadas.
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