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Capítulo 5

Auteur: Tulipán
Empapada y con el aire helado de la noche pegado a la piel, Luisa tuvo fiebre alta durante tres días.

Apenas se sintió mejor, le llegó un mensaje de la cuidadora: Pedro Benítez, que había estado en coma, había despertado.

Con su padre, Luisa tenía sentimientos encontrados. Durante el embarazo más delicado de María Benítez, él la engañó y llevó a casa a la hija nacida fuera del matrimonio, lo que —a la larga— la llevó a la tumba. Por eso, Luisa supo que nunca podría perdonarlo.

Sin embargo, tras la muerte de su esposa, Pedro, corroído por la culpa, envió a Lucía lejos y no permitió que se cruzara con Luisa hasta que fue adulta. Y durante esos años la colmó de compensaciones materiales: a la menor petición, Luisa lo tenía todo.

Como pronto dejaría Bahía Sur, de todos modos fue al hospital.

***

En la habitación silenciosa ya había una intrusa.

Lucía estaba junto a la cama, mirando a Pedro desde arriba, con una sonrisa helada y burlona.

—¿Esperando a Luisa? Qué lástima: ahora mismo no debe tener tiempo para venir a verte.

Pedro, conectado al respirador, la miró con furia, pero no pudo articular palabra.

La malicia casi se le desbordaba a Lucía cuando habló, escupiendo cada sílaba:

—Tu “princesita” anda detrás del heredero de los Romero como perrito faldero.

—Y ni así. Aunque quisiera ser el perrito de alguien, él no la quiere.

—Pasado mañana Fernando y yo nos casamos. Luisa debe estar llorando en algún rincón.

Como si recordara algo, le brillaron los ojos de gusto.

—Ah, cierto. Hace dos días Fernando la empujó con sus propias manos al estanque. Ella le tiene pánico al agua… quién sabe si la salvaron al final. ¿No se habrá ahogado ya?

A Pedro se le inyectaron los ojos; golpeó el colchón con los puños. El monitor cardíaco empezó a pitar, pero Lucía había hecho salir al personal unos minutos antes. Con una sonrisa de venganza cumplida, se quedó mirando cómo Pedro cerraba los ojos.

¡Pum! La puerta se abrió de golpe. Luisa llegó jadeando hasta la cama.

Al ver a Pedro sin respiración, se le encendieron los ojos de rabia; agarró a Lucía de la solapa y le gritó:

—¿Qué le hiciste? ¡¿Qué le dijiste?! La cuidadora dijo que por la mañana estaba bien…

La voz se le quebró y se le desbordaron las lágrimas.

En el rostro de Lucía ya no quedaba ni rastro de la dulzura que mostraba ante Fernando; tampoco la ferocidad desbocada: solo una quietud helada.

—¿Lloras por él? —preguntó, genuinamente extrañada—. ¿No fue él quien mató a tu madre? ¿No decías que la amabas tanto? ¿Para qué finges pena?

—¡Cállate! ¿Con qué derecho hablas de mi madre? Como sea, él era lo último de familia que me quedaba en el mundo. Y si “mató” a mi mamá, ¿tú qué? ¡También eres cómplice! ¿No es él tu padre? ¿Cómo puedes ser así de cruel…?

La voz de Lucía cortó la acusación como un filo de vidrio:

—¿Él merece llamarse padre?

Se le torció el gesto; un odio agudo pugnó por salir y ella lo contuvo a duras penas.

—Por capricho, la forzó a mi mamá y me engendró. Luego se murió su esposa y nos echó a nosotras la culpa. ¿Qué hice mal yo? ¿Acaso elegí nacer?

A Luisa se le quedó la cara en blanco; aquellas palabras le sacudieron todas sus certezas. Iba a preguntar más cuando Lucía miró por encima de su hombro y, en un segundo, su expresión se volvió lastimera.

La voz fría de Fernando sonó detrás de Luisa:

—¿No te dije que no volvieras a provocar a Lucía?
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