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Capítulo 3

Author: Aria
Ella estaba muy ansiosa, golpeaba puerta tras puerta del baño, temiendo que me hubiera pasado algo.

—Aquí estoy.

Me sequé las lágrimas y, con los ojos enrojecidos, salí al encuentro de mi madre.

Sorprendida por mi aspecto, me acarició la mejilla.

—¿Qué pasó? ¿Quién hizo llorar a mi niña? Dime.

Ese rostro frente a mí era el mismo de siempre, pero en mi estómago solo sentí náusea.

—No es nada, mamá… creo que comí algo en mal estado, me duele el estómago.

Me apoyé en su hombro para ocultar el odio en mis ojos. Ella suspiró, me revolvió el cabello con ternura y me llevó de regreso a la casa de los González.

Mauricio ya me esperaba en la entrada. Ese hombre que hacía apenas dos horas acariciaba el vientre de otra, ahora me abrazaba con ternura y frotaba mi abdomen.

—Tu madre me dijo que te sentías mal del estómago, así que regresé a prepararte un poco de atolito. Ya casi está, comes un poco y descansas.

Recién entonces noté el delantal atado a su cintura.

Si no hubiera visto todo en el hospital, jamás habría creído que el mismo hombre que me cuidaba con tanto esmero, en el fondo, siempre había amado a otra.

Al casarnos se mudó cerca de la casa de los Salazar, para estar más cerca de mí. En las madrugadas, cuando hablaba dormido, me llamaba por mi nombre. Y, aun así, no me amaba.

Amaba a Daniela.

Por ella había aceptado casarse conmigo, por ella había fingido por seis años. Y yo no pude evitar ignorar, casi con ironía, su talento para el engaño.

—Papá, mamá, pasen a cenar con nosotros.

Me acomodó en el sofá y volvió a la cocina.

Mis padres suspiraban, convencidos de la suerte que tuve al conseguir semejante yerno.

Yo, en cambio, fijé la vista en un cuadro colgado en la pared. Siempre me había parecido feo y nunca entendí por qué Mauricio insistía en colgarlo en el lugar más visible.

Ahora, al ver a mis padres detenerse frente a él conmovidos, y la inicial D pintada en una esquina, lo entendí. La pintura no era lo importante, sino la persona que la había hecho.

—Ya está la cena.

Cuando todos los platos estuvieron sobre la mesa, me di cuenta de algo que durante años había ignorado: ninguno de los guisos que Mauricio preparaba era de mi gusto.

Guardé esa duda por seis años, diciéndome que era porque eran sus platillos favoritos y que, después de todo lo que hacía por mí, lo mínimo era conformarme.

Pero ahora… ¿de verdad eran sus preferidos? ¿O eran los de Daniela?

—Liliana, ¿te sientes bien? —al notar mi expresión, Mauricio me sirvió algo en el plato.

Mi madre dudó un instante antes de hablar, con una voz forzada y tensa:

—Verlos así de felices nos tranquiliza mucho, pero no podemos evitar pensar en…

No lo dijo, pero yo sabía a quién se refería.

Durante todos estos años, cada vez que estaba de buen humor, soltaba alguna alusión a Daniela.

Yo, agradecida porque habían elegido quedarse conmigo en vez de con su hija de sangre, nunca me atreví a replicar.

—No sabemos cómo estará esa niña, después de todo es hija mía y de tu padre. Ojalá no la esté pasando tan mal allá afuera, con que siga viva, basta.

Mi padre añadió, con un tono paternal que me atravesó como cuchillo:

—Liliana, tampoco culpes a tu madre. Al final Daniela también salió de su vientre, y tu madre ya pagó el precio por lo que pasó. Lo que pasó, ya pasó. Déjalo ir.
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