Crecí fuera del país y, para evitar que volviera con un novio extranjero, mi mamá me arregló en Ciudad de México un prometido de ensueño: Gabriel Méndez, el carismático CEO del Grupo Méndez. Regresé para nuestra fiesta de compromiso. La boutique de alta costura olía a flores blancas y cuero nuevo. Entre maniquíes impecables, encontré el vestido perfecto: un strapless largo color marfil, limpio como una promesa. Ya iba a probármelo cuando, a mi lado, una mujer alzó la barbilla, le echó un vistazo a lo que traía y le dijo a la vendedora: —Ese vestido está interesante. Tráemelo a mí. La asesora me lo arrebató con brusquedad. Se me calentó la cara. —Todo tiene un orden —dije conteniéndome—. Ese vestido lo vi primero. ¿Aquí ya no existe el “primero en llegar, primero en ser atendido”? La mujer me miró con pereza, sonrisita de superioridad. —Ese vestido cuesta veintiséis mil dólares. ¿Tú, con esa facha, puedes pagarlo? —chasqueó la lengua—. Soy la protegida de Gabriel Méndez, CEO del Grupo Méndez. En esta ciudad, la razón la pone la familia Méndez. Gabriel Méndez… ¿no es mi prometido? Saqué el celular, e hice una rápida llamada. —Tu “protegida” me acaba de arrebatar mi vestido de compromiso. ¿Cómo piensas resolverlo?
View MoreSus golpes contra el piso sonaban huecos; en la frente ya se le marcaba una línea roja.Gabriel, al ver aquello, por fin bajó la cabeza.—Señorita Catalina… fui ciego y la lastimé. No volverá a pasar. Se lo suplico, perdóneme esta vez. No volveré a abusar de nadie.Apuré el último sorbo de café, dejé la taza a un lado y hablé despacio, para que todos me oyeran:—Parece que me pintan como si fuera un demonio. Tranquilos. Esto es un estado de derecho; no hago nada que cruce la ley.Don Méndez tanteó el terreno.—Entonces… ¿la señorita Catalina está dispuesta a perdonar a este desgraciado?Se me dibujó una sonrisa.—Claro. Me hicieron daño y ya les cobré la cuenta. ¿Hasta cuándo terminaría esto si seguimos diente por diente? Aquí la dejamos.Los dos se inclinaron de nuevo, golpeando la frente contra el piso para agradecer.Carraspeé.—Y no solo los perdono. También voy a cumplirles.Tres pares de ojos me miraron, sin entender.—Averigüé que Emilia, en realidad, es novia de Gabriel. Como u
Gabriel me señaló con un dedo temblón.—¡Fue ella! Me encerró en una celda húmeda en el sótano, no me dejó dormir y… y me dio arroz echado a perder.Se me dibujó una sonrisa.—¿Y aún así te lo devorabas con ganas, señor Méndez, o miento?“El hambre no perdona.” Les mandé una sola ración al día: arroz agrio y frío.Al principio, Gabriel se desgañitaba con su discurso de CEO: que prefería morirse de hambre antes que probar “esa porquería”.A los tres días, la supervivencia borró la pose. Los dos se peleaban por el mismo plato y no dejaban ni un granito.Gabriel me miró con el rostro crispado.—Eres una víbora. Mi papá ya está aquí para sacarme. Hoy empieza tu fin…“A veces la vida compensa: te da una cara bonita y te quita unas cuantas neuronas.” A Gabriel, Dios le cambió inteligencia por mandíbula perfecta.No alcanzó a terminar. La mano de su padre le cruzó el aire.—¡Animal! ¿Quieres matarme de coraje? ¡Arrodíllate y pídele perdón a la señorita Catalina!Gabriel lo miró, dolido y rebe
Le di una patada entre los hombros a Gabriel y lo hice caer de bruces.—Mamá, por un baboso así no vale la pena perder la cabeza. Déjamelo. Yo sabré cómo cobrárselas.Hice una seña. —Bájenlos.Los guardias se llevaron a Gabriel y a Emilia por el elevador de servicio. Me giré hacia mi mamá, la voz hecha hilo.—Mamá… me arde la cara. ¿Me acompañas al hospital?Ese ruego le apagó el enojo. Me acarició con cuidado la mejilla lastimada y salimos.En la clínica más exclusiva de la ciudad, dermatólogos y cirujanos plásticos se reunieron en mi cubículo. Desinfectaron, fotografiaron, discutieron alternativas y cerraron filas en un plan para que no quedara ni una marca.Cuando por fin nos dejaron solas en la habitación, me acomodé en su hombro.—No le des vueltas a lo que dijo Gabriel —le susurré—. No vale nada.Mi mamá respiró hondo, con una culpa vieja en la voz.—Catalina, tu papá… sí murió por mí. ¿Me guardas rencor? Te dejé sin papá desde chiquita.—No, mamá —la abracé fuerte.Mi papá se mo
Yo no soy de las que “ponen la otra mejilla”. Después de lo de hoy, a Emilia no pensaba perdonarle ni media.La miré fijo. Levanté la mano y le solté varias cachetadas seguidas, dejando salir la rabia que me hervía en el pecho. Luego tomé del piso el cortaúñas con el que me había marcado la cara y lo acerqué, despacio, a su mejilla.Emilia se puso a temblar.—Si tocas mi cara… te juro que me les voy encima —balbuceó.El primer tajo fue corto y limpio.—¡Aaaah! —su grito reventó el aire. Un hilo rojo se dibujó en la piel.Di otro. Y otro. En pocos segundos, el rostro que hace un rato lucía perfecto comenzó a hincharse, surcado por rasguños. No era profundo, pero ardía.Inmovilizada por los escoltas, apenas podía patalear. Se convirtió en un lamento.—¡Mi cara! ¡Me la arruinaste… mi cara!“Cuando la herida es en tu piel, recién entiendes el dolor.” Ella estuvo a nada de desfigurarme; era cuestión de tiempo que el espejo se volteara.Gabriel me lanzó una maldición.—Par de arpías. Si toca
Ver a mi mamá fue como aflojar un nudo en la garganta. La emoción me subió de golpe y solo alcancé a decir, entrecortada:—Mamá…Ella corrió hacia mí y me envolvió; en su abrazo, por fin, me sentí a salvo.A un lado, el murmullo creció al ver su coche.—¡Miren! La limusina Lincoln alargada… es una edición limitada mundial.—Quien trae ese carro no es cualquier persona. Emilia se topó con pared.—¿Pared? Aunque venga blindada, ¿más que los Méndez?Emilia, confiada por la sombra de Gabriel, se plantó frente a mi mamá con el mentón arriba.—¿Tú eres la vieja lagartona? —escupió—. Tu hija me quiso quitar el vestido que yo escogí y me puso encima las manos. A ver, ¿cómo vas a pagar la cuenta?Mi mamá la miró, sin parpadear.—¿Cómo quieres “arreglarlo”?Emilia ni notó el brillo peligroso en los ojos de mi madre. Siguió de largo, insolente:—Ese vestido lo vi yo primero; como tu hija ya lo tocó, me da asco. Me pagas diez veces su precio. Además, se me hinca y me pide perdón veinte veces… y se
Según mi mamá, para emparentar con nosotros el papá de Gabriel movió cielo, mar y tierra. “Cuando se entere de que su hijo mismo echó a perder el compromiso, le va a ir como en feria.”Con ese pensamiento, se me aflojó el enojo. “No vale la pena seguir discutiendo con este par de babosos.” Me di la vuelta para irme.Pero Emilia, alzada porque sentía respaldo, volvió a plantarse frente a mí con la mano por delante.—¡Zorra, no te me vas! Me quitaste el vestido y me pegaste. ¡Aún no te cobro la factura!—¿Y cómo quieres saldarla? —le sostuve la mirada, sin parpadear.Creyó que me había acobardado y me soltó un manotazo.—Hasta que me dejes satisfecha.Le sujeté la muñeca en el aire y, con la otra mano, le solté una bofetada limpia. Se quedó boquiabierta.—¡Zorra! ¿Te atreves a…?La segunda cachetada le cortó la frase.—¿Así ya te sientes satisfecha? —pregunté en frío.El brío se le desinfló de golpe. Con ojos vidriosos, se escondió detrás de Gabriel.—¡Gabriel, haz algo!Gabriel la cubri
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